Paysandú, Miércoles 18 de Mayo de 2016
Opinion | 11 May En la última década, sobre todo a partir de la “expulsión” de productores argentinos por las políticas aplicadas por los gobiernos K en Argentina, Uruguay ha vivido un explosivo crecimiento de la superficie de cultivos de soja y consecuentes cosechas, que convirtieron a la oleaginosa en el principal producto agrícola, al amparo además de los elevados precios internacionales.
La producción de soja ha sido parte indisoluble de la bonanza del último decenio. Su expansión en el medio se nutrió de la necesidad de dinero del gobierno de la vecina orilla que --mediante retenciones-- conspiró contra la rentabilidad de los productores que vinieron, consecuentemente, a invertir en Uruguay y que cambiaron el perfil de la agricultura.
Pero la inversión conlleva siempre riesgo, inherente a todo emprendimiento que dependa de la oferta y de la demanda, y no nazca al amparo del Estado. Es así que, como sabe todo productor, hay verdes y maduras. Acaso el último decenio tuvo la particularidad de que los elevados precios de los commodities permitieran que aun en períodos de menor rendimiento, igual las cuentas cerraran, sobre todo cuando la tierra es propiedad del productor y con condiciones más acotadas cuando se debe arrendar tierra o maquinaria.
El clima es un elemento clave en la ecuación, junto con los precios internacionales y la logística, y exacerba el riesgo del emprendimiento al punto de que cuando la ecuación es muy ajustada, no es inusual que genere números en rojo para quien ha trabajado durante meses para quedarse no solo con las manos vacías sino perdiendo parte de su capital.
Este es el escenario que, con situaciones diferentes entre sí pero englobadas en el contexto general, presentan los cultivos de soja en la cosecha que todavía se está levantando, cuando se puede. De ello da cuenta la sección Rurales de EL TELEGRAFO, al punto que la considera la zafra “más dura en años”, incluso con productores que optaron por no levantar la producción, debido al alto porcentaje de daño en el cultivo. Ello contribuye naturalmente a una reducción del volumen global de la cosecha, con menor rendimiento en la mayoría de los predios cultivados en el litoral, pero con efectos devastadores en las plantaciones del Este, donde hay miles de hectáreas inundadas e irrecuperables.
A fin de cuentas, en el Litoral --concretamente en Paysandú--, las cosas pudieron ser peores, como consecuencia de que en abril llovió en muchos casos el equivalente a lo que arrojan las estadísticas como promedio para todo un año. De acuerdo con lo señalado por el ingeniero agrónomo Federico Nolla, de la empresa Agrocentro, hay problemas de calidad muy significativos. “Hemos tenido chacras con 40, 50 a 60 por ciento del grano dañado. Incluso no sabíamos qué hacer con esas chacras y algunos productores optaron por no cosecharlas, porque pagan muy poco por ese tipo de soja”.
Es así que el descarte que no se recoja podría utilizarse con destino de alimentación animal como expeller de soja, subrayó el profesional. A la vez, evaluó que en el norte de Salto son unas 2.000 las hectáreas que no se van a cosechar y la apuesta a obtener algún rendimiento más o menos aceptable radica en la cosecha de soja de segunda.
Un panorama poco alentador, que se da además en un período de declinación o de meseta en los valores internacionales del grano. Por lo tanto, las consecuencias sobre la economía de los agricultores son evidentes. Si bien saben de los riesgos, cuando sufren reveses como regla general una y otra vez, se levantan para redoblar la apuesta y confiar en que los años venideros serán mejores, aun dejando prendas del apero por el camino y con deudas asumidas basadas en ingresos posibles, que finalmente no se concretan, y salen a trabajar hacia el futuro con problemas de sustentabilidad, por ser generosos con el término.
Naturalmente, a veces al ciudadano común le resulta difícil asumir --sobre todo el montevideano-- que el problema no es solo de los productores --aunque a ellos les atañe directamente--, sino que afecta la economía del país; por lo tanto, de una forma u otra repercutirá en todo el tramado socioeconómico, tarde o temprano, porque estamos ante un país de marcada base agropecuaria. De los avatares de su producción primaria depende, en buena medida, el estado de la economía, de donde sale gran parte de los recursos, precisamente.
De una forma u otra, los recursos que no se generen por la cosecha de soja --como ocurre también con el sorgo, aunque es un cultivo mucho menos extendido-- es dinero que deja de permear hacia otras actividades, y que se traslada a la economía a través del símil de vasos comunicantes. Por ejemplo, a partir de afectarse la actividad de recolección por el arriendo de maquinaria y personal, también hay menor demanda de transporte para sacar la cosecha y de silos para depositar el grano, como primera oleada del derrame hacia la infraestructura de apoyo de los emprendimientos agrícolas.
Una concentración de la cosecha en dos semanas, en lugar de un mes, como se preveía, conlleva una demanda menor de servicios colaterales, como requerimiento de talleres, compra de maquinaria, repuestos e insumos varios y de logística. A la vez, el productor debe privarse de una serie de inversiones y compras, de mejoras en los establecimientos y muchas veces debe tratar de refinanciar compromisos, prescindir de determinados gastos que tenía previstos, dentro de un sinfín de avatares.
Como es sabido, el gasto de unos es el ingreso de otros y así se corta desde el inicio la cadena de transferencia y reciclaje de recursos en los estratos de la economía, en un escenario que se traslada sucesivamente, cual círculos concéntricos. Se nota primero en localidades directamente vinculadas con las áreas en que se encuentran los cultivos y luego en los centros urbanos del Interior, para repercutir por último en el embudo centralista, donde suelen percibirse tarde y mal las implicaciones de las adversidades en el agro.
Peor aún, cuando la economía se estanca o está en retroceso, como es el caso de la situación actual, inmediatamente se alzan voces que reclaman como salida “lógica” la suba o aplicación de nuevos impuestos al agro, como si fuera una fuente inagotable de recursos para sostener a un Estado que suele gastar en exceso y sin criterio, en lugar de predicar con el ejemplo, con presupuestos austeros para contribuir a superar el mal momento y no condicionar aún más a quienes son instrumentos para la creación de riqueza.
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