Paysandú, Lunes 06 de Junio de 2016
Opinion | 31 May Seguramente como derivación de nuestra formación cultural, que es por cierto común a todos los países latinoamericanos, con matices, es aceptado en nuestro país como algo normal o por lo menos tolerado como un mal menor la existencia de una economía informal en todas sus manifestaciones.
En realidad estamos ante una problemática que tiene muchas puntas, pero ninguna positiva, ni siquiera para quien es protagonista en este esquema, y tampoco para la sociedad y el país, desde que por ejemplo, implica competencia desleal por quien se beneficia de no aportar por cargas fiscales y sociales al Estado, y afecta a todos porque detrae recursos que permitirían fortalecer las arcas estatales.
De acuerdo con los datos aportados por el Directorio del Banco de Previsión Social, si bien se ha registrado un descenso en el porcentaje del trabajo informal en los últimos años, en Uruguay todavía hay no menos de un 22 por ciento de trabajadores en negro, lo que significa que se trata de unas 400.000 personas sin cobertura de ninguna especie, que no realizan aportes por ejemplo para acogerse en su momento a los beneficios jubilatorios.
Ahora, para que esto suceda debe darse, como efectivamente ocurre, un contexto favorable que promueva este estado de cosas, por el factor cultural que señalábamos, que a la vez responde a un esquema de funcionamiento histórico del país y por extensión, a la América Latina, desde que en otras culturas, como la sajona, los países nórdicos, existe otro criterio sobre la responsabilidad individual y colectiva, sobre deberes y derechos del ciudadano.
Lamentablemente, en el Uruguay se mantienen dificultades para una plena formalización laboral, vinculadas por un lado a falencias en políticas activas de empleo desde el gobierno y organismos del Estado como instrumento de estas políticas. Pero también porque muchas veces se falla en el mensaje que se da a los actores de la sociedad, sobre todo a los sectores marginados y con menor formación cultural, a los que por ejemplo se les ha otorgado transferencia de recursos directos en dinero, tarjetas y canastas sin exigir contrapartida.
Ello conlleva la visión esquematizada de que el dinero que se invierte con este fin se genera por arte de magia, que no es de nadie, y no surge, como naturalmente es su esencia, del trabajo y el esfuerzo de los sectores reales de la economía.
Pero sería un juicio muy simple atribuir exclusivamente a este factor ni mucho menos la generación de este escenario, porque la economía informal y una de sus peores expresiones, el trabajo en negro, ha existido históricamente en nuestro país. Es justo reconocer que en los últimos años han ido decreciendo significativamente, por cuanto hasta no hace muchos años el nivel de trabajadores en negro orillaba prácticamente el cuarenta por ciento, por lo que el guarismo ha caído prácticamente a la mitad.
El punto es que este porcentaje, en buena medida, ya ha pasado a ser una especie de núcleo duro que resulta muy difícil de abatir si no se ponen en marcha mecanismos y políticas que permanente y sistemáticamente apunten a la creación de empleo de calidad, con vistas a reducir ese sector de uruguayos que se encuentra en la informalidad y excluido de la cobertura de seguridad social.
Lamentablemente, los trabajadores en negro ven afectados sus derechos laborales, trabajan más horas de las que corresponde, les pagan menos y no están cubiertos frente a cualquier contingencia que ocurre en su trabajo, tales como un trance de salud.
Es cierto, las circunstancias mandan, y muchos de los trabajadores e incluso empresas que trabajan en negro se han visto de alguna manera obligados a hacerlo en esta situación como el mal menor, por no tener otras posibilidades de ingreso al mundo del trabajo por falta de preparación y oportunidades, en algunos casos por idiosincrasia y otras por factores culturales arraigados, porque así se ha hecho por generaciones en su familia y se apunta al “rebusque” temporal para ir tirando.
Es que estamos a la vez ante una resignación y una visión inmediatista, que implícitamente reniega del futuro y soslaya que en el futuro cercano el trabajador informal es un candidato a la marginación por falta de cobertura social, y también las personas que de él dependen.
No es menos cierto que detrás de este informalismo hay empresas que violan las disposiciones legales, por lo que no pocos trabajadores aceptan esta situación por no tener otras alternativas y porque muchas veces se les pone en los disyuntiva de que la empresa no podría subsistir en el marco formal, por los costos que ello implica.
Pero hay premisas básicas que no deben perderse de vista, y que pasan por ejemplo que si todos aportáramos, todos podríamos estar mejor, tanto los empresarios como trabajadores y los demás integrantes del tramado social, porque significaría que cada uno asume plenamente sus responsabilidades frente a la sociedad, haciendo valer por lo tanto legítimamente sus derechos, en tanto cumple con sus obligaciones.
Hay otros elementos que inciden en el escenario descripto, porque este factor indeseado del trabajo ilegal, por el no pago de aportes, hace referencia a un desequilibrio del mercado de trabajo, entre la oferta y la demanda, que hace que quiérase o no el trabajador esté en una situación de indefensión ante quien contrata.
El sector de cuentapropistas tiene aún menos posibilidad de hacer valer sus derechos en el mundo del trabajo, en el que no tienen tampoco horario, licencia, aguinaldo y aportan, en el mejor de los casos, como monotributistas, muchas veces condicionados a que para pagar estos aportes regularmente deben restarlos de sus menguados ingresos y optar entre estar en la legalidad o llevar el sustento diario a su familia.
Y ante una realidad compleja, que es aún más rígida en momentos de ajuste, como el actual, no puede obviarse que muchas empresas pequeñas que tienen total o parcialmente a trabajadores en negro, restando por lo tanto la posibilidad de cobertura de seguridad social y de salud a los funcionarios, deben afrontar fuertes costos para subsistir. Esto responde a imposición del Estado desde el punto de vista tributario y cargas sociales, así como por tarifas públicas caras, caso además de la energía, y mercados muy limitados, en muchos casos.
Por lo pronto, estos datos llevan a evaluar que no es tan fácil poner las cosas en blanco y negro, pero sí es pertinente reflexionar en voz alta que a la misma vez que se incrementen los controles y sanciones por trabajar en el informalismo, se trabaje decididamente en cambiar las condiciones para facilitar hacerlo en el ámbito formal, porque si no fuera buen negocio evadir, nadie lo haría.
Ello habla mal del propio Estado, de los costos que aplica a la sociedad, a los sectores reales de la economía, por su ineficiencia y demanda de recursos del mundo del capital y el trabajo. Y por más que haya un problema cultural serio de por medio, no habrá respuestas valederas si desde el propio Estado no se hace todo lo que sea necesario para formalizar este núcleo duro de la economía.
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