Paysandú, Viernes 10 de Junio de 2016
Opinion | 05 Jun La ciudad despertó acongojada el primer día de junio, al conocerse la noticia del trágico fallecimiento de cuatro pequeñas niñas así como del agresor, víctimas todos de un incendio que habría sido iniciado por éste último --Bomberos aún no presentó sus conclusiones sobre el siniestro--, en el desenlace de otro episodio de violencia doméstica.
En lo que va del año, la sociedad uruguaya se ha visto sacudida por cinco hechos de violencia basada en género y generaciones, con desenlace fatal, de los cuales en cuatro se ejerció violencia feminicida contra hijos o hijas de una mujer con el propósito de causarle sufrimiento o daño.
En enero de este año, un hombre apuñaló a su expareja, una mujer de 40 años, en presencia de la hija de ambos, una niña de 6 años, a la que secuestró seguido de la tentativa de homicidio; en febrero una niña de 3 años fue rescatada después de convivir varios días con el cadáver de su madre; en marzo un hombre prendió fuego a una mujer de 24 años y a la hija de ambos, una niña de 5 años; en abril un hombre mató a su hijo de 9 años.
Y en las primeras horas de este mes, otro crimen de otro hombre, expareja de la madre de tres de las niñas víctimas de su locura pasional homicida. Contaba ya con varias denuncias de violencia, aunque no de esta mujer sino de otra relación anterior, y en este caso no solamente había tenido con él una relación sentimental sino también de dependencia laboral.
Todos episodios terribles, que se suman a una extensa lista de muchos otros en los que la mujer y los menores de edad son víctimas de abusadores, que llegan al feminicidio, o a intentarlo, como corolario de una historia de violaciones de los derechos fundamentales de la mujer y de avasallamiento de sus libertades. De desconocimiento del derecho a la integridad personal, a la libertad (de desplazamiento, desarrollo personal, de disponer de su propio cuerpo, de disponer de sus propios ingresos, de elegir sus amistades, de continuar el vínculo con su familia de origen o de estudiar). También el derecho a no ser controlada, a expresar sus opiniones y sus sentimientos, el derecho a ser respetada. El derecho a vivir como mejor le parezca y convenga, en definitiva.
Se trata, ni más ni menos, que de terroristas domésticos. De hombres que han convertido en hábito, en lúgubre y triste hábito, la muerte de una mujer. Son muchas las que viven en compañía de animales que las tratan como una posesión, como un objeto para uso y abuso a conveniencia del amo y señor de su cuerpo, de sus actos, de sus miradas, de su libertad personal.
Y justifican con eso de “o mía o de nadie”. Y tan machista es esa “máxima” que incluso puede ser seguida de un suicidio. Porque, como escribió hace 10 años --y mantiene plena vigencia-- Andrés Montero Gómez, expresidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental, “asesinan por machismo y se suicidan por él”.
Cada vez que ocurre un hecho de esta naturaleza, la comunidad se conmueve, se aproxima al dolor de la familia de la o las víctimas, se siente motivada a movilizarse por las calles demandando justicia y que esos hechos nunca más vuelvan a ocurrir. O a levantar el lema “Ni una menos”, como se estila ahora. Pero sabiendo, íntimamente comprendiendo, que las víctimas de la violencia en el mismísimo hogar no cesará tan sencillamente, ni se detendrán por mera intención los asesinatos de mujeres y niños a manos de quienes una vez les juraron amor, respeto y apoyo “eterno”.
Sin dudas, la sociedad toda debe luchar por terminar tan pronto se pueda --aunque no será mañana, ni el mes que viene-- con la violencia de género. Pero es la propia sociedad que no defiende, como debiera, a tantas víctimas privadas de sus derechos fundamentales, empezando quizás por el de la dignidad. Y eso incluye no solo los gritos, los golpes y los asesinatos. También cosas tan incorporadas como “voy a sacar a mi mujer a pasear”. Como si fuera un perro fiel. O hacer que ella vote la misma opción partidaria que el hombre. O pagarle menos salario, o mantenerla como objeto de consumo sexual, empezando por los anuncios de las empresas más importantes.
En Uruguay existe una ley que brinda herramientas para atacar el drama puertas adentro. Se trata de la 17.514, que en su letra asegura el derecho de la mujer de efectuar denuncia por violencia ante la repartición policial más cercana. Más importante aún, obliga al juez a intervenir de inmediato y dar respuesta rápidamente.
La protección de la víctima (porque obviamente la ley ampara a ambos sexos por igual, desde que también hay algunos casos de hombres víctimas), incluye el retiro del agresor de la casa, la prohibición de acercarse y comunicarse durante un plazo determinado, y una pensión alimenticia provisoria que debe pagarse de inmediato.
La ley está, pero --sinceramente-- ¿cuántas veces la Policía realmente toma en cuenta la denuncia de una víctima de violencia doméstica? Los testimonios de mujeres que sostienen lo contrario abundan. No se trata --conviene aclarar-- de un concepto machista de la Policía, sino la presunción de que “todo matrimonio tiene sus peleas”. Lo que eso hace es que el problema no pueda ser contenido cuando aun es débil y pueda entonces ser desmantelado con cierta facilidad. En muchos casos tienen que llegarse a hechos graves, irreparables.
Pero ese mismo criterio es el que –tristemente-- está establecido en la misma comunidad. En esta y en muchísimas otras. Cuando se escuchan los gritos en la casa del vecino, muy raramente se da cuenta a la Policía. Son “líos de pareja” y --se piensa-- “uno se mete, ellos se arreglan y quedamos mal”. Sin embargo, antes que rasgarnos las vestiduras en el funeral, hay que asumir el riesgo de quedar mal, porque hay que anteponer la necesidad de preservar una o varias vidas.
Y la Policía debe responder con presteza a cada llamado. Porque la presencia constante de los uniformados es una buena receta para que los terroristas domésticos piensen bien antes de cada explosión de machismo conceptual. La Justicia debe también actuar rápidamente. No porque sí, porque lo dice la ley, que está para ser cumplida. Desde que cumplirla es lo que hará salvar vidas.
Las marchas por el centro de la ciudad generan conciencia, y bienvenidas sean. Pero la llamada a la Policía ante un hecho de violencia en el hogar del vecino, es un aporte directo y concreto. Si después resulta que era la televisión con volumen muy alto, justo cuando Nicolás Maduro le mandaba recuerdos a Luis Almagro, el hombre nacido en Cerro Chato, pues, bueno, todos podremos reír un momento.
Luchar contra la violencia doméstica es muy complejo, porque compleja es la psiquis de quienes la ejercen. Pero se pueden tomar medidas que ayuden a reducirla. Apoyar con un llamado a las autoridades cuando sea necesario es una buena. Hacer oídos sordos no. Porque después, las lágrimas no serán consuelo, desde que en nuestro fuero íntimo quedará que, de algún modo, se ha sido cómplice del terrorismo doméstico.
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