Paysandú, Miércoles 22 de Junio de 2016
Opinion | 20 Jun El desplazamiento de millones de personas debido a las guerras, regímenes políticos dictatoriales, catástrofes naturales y hambrunas demuestran a nivel global la existencia de un fenómeno social que alcanza a todos los rincones del planeta.
Los refugiados transitan por un fenómeno social que ha crecido en los últimos años y sumerge a los gobiernos en la búsqueda de soluciones urgentes a una problemática social y sanitaria de alcance mundial.
En el año 2000, la Asamblea General de las Naciones Unidas estableció que el 20 de junio se conmemore el Día Mundial del Refugiado, como un recordatorio a la situación de desarraigo de millones de personas en el mundo. Las cifras batieron récord el año pasado y superaron 60 millones, por primera vez desde que existen registros. De hecho, una de cada 122 personas en el mundo es víctima del desplazamiento forzoso.
La Agencia de la ONU que se encarga de estas poblaciones, Acnur, ha reclamado voluntad política a los líderes mundiales y considera que “ha llegado el momento” de enviar una mensaje, enmarcado en una petición denominada #ConLosRefugiados que se entregará en Nueva York el 19 de setiembre, donde expone la necesidad de que los gobiernos “garanticen que todos los niños refugiados tengan acceso a la educación”, que las familias refugiadas “cuenten con un lugar seguro donde vivir” y que los gobiernos respalden a los refugiados para que “puedan trabajar o formarse”.
Uruguay alberga a más de 200 refugiados de más de 30 países de América Latina, África, Asia y Europa, a raíz de su presencia como Estado en la Convención que en 1951 elaboró el Estatuto de los Refugiados y creó su propio protocolo en 1967, además de la ley 18.076 de 2006 que estableció la Comisión de Refugiados, encargada de la gestión de la solicitudes. Por otro lado, el país adhirió al Estatuto de los Apátridas de 1954 y a la convención respectiva de 1961. Es decir, que sostiene una larga tradición de respaldo y voluntad política que no es novedoso, sino que ha atravesado a las generaciones y gobiernos.
Sin embargo, las barreras culturales, religiosas, idiomáticas y de estilos de vida conspiran en ocasiones contra la buena voluntad de algunos gobernantes, como en su momento impulsó el expresidente José Mujica la llegada de un contingente de ciudadanos sirios bajo la premisa de que tal decisión “sirva de ejemplo”, porque el país necesitaba inmigración joven ante una “fuerza de trabajo envejecida”, y que, de seguir así, “habrá que aumentar la edad de jubilación”.
Así defendió contra tirios y troyanos su propuesta de traer a Uruguay a familias completas, “pensando en el país”, porque “en esa zona del mundo las familias tienen muchos hijos” y creyó --en su momento-- que si arribaban algunos inmigrantes, rápidamente le dirían a sus familiares y allegados en aquella zona que “este es un país en el que se puede vivir”, y fomentarían la llegada de otras personas.
Mujica recordaba en aquel entonces que Uruguay “creció cuando recibió inmigrantes jóvenes, porque la inmigración es creadora. Hoy estamos tan conservadores que decimos 'ah, si vienen nos van a quitar el trabajo', y no es así. Es al revés”. Y así llegaron cinco familias provenientes de aquella zona, que totalizaron 40 personas, el 9 de octubre de 2014 y se acogieron a un programa de reasentamiento de refugiados. Menos de un año después, en setiembre de 2015 manifestaron su inconformidad con el estilo de vida del país, la inseguridad, el clima y el costo de los productos de primera necesidad. Durmieron en la calle, concretamente frente a la Torre Ejecutiva en Plaza Independencia durante cuatro días y en dichas instancias se reunieron con autoridades del gobierno.
Al principio expusieron su deseo de retornar a Siria, pero después barajaron la posibilidad de viajar a Alemania, donde el gobierno de Angela Merkel recibió a miles de personas en calidad de refugiados. El Estado uruguayo les proporcionó vivienda, alimentos y una retribución económica, pero el grupo insistía en que “es muy duro vivir aquí”, incluso algunos relataron que fueron robados y agredidos físicamente.
La Cancillería les explicó que no podían abandonar el territorio porque no serían recibidos en otro lugar, en tanto las gestiones efectuadas por el Poder Ejecutivo en esos días, resultaron infructuosas.
Finalmente, a raíz de las negociaciones con las familias, el Estado se comprometió a cumplir con los deseos de los refugiados, con la condición que no continuaran en la calle con los niños.
En medio de esta situación, en la “Casa San José de los Hermanos Maristas” ocurrieron otros hechos de violencia doméstica, regulados por el derecho penal uruguayo, pero de compleja costumbre para una cultura donde la mujer se limita a cumplir roles básicos.
El idioma se transformó en la principal barrera, en tanto manifestaron sus dificultades para aprender el español --al menos las personas de mayor edad-- y la religión que profesan complicaba aún más el relacionamiento.
A todo esto, se supo que el Estado les brinda un subsidio (por dos años desde su llegada), cuyo monto total depende de la cantidad de integrantes de la familia y sus edades, pero el mínimo es de unos 29.000 pesos.
Casi simultáneamente a estas situaciones sobrevino el “mea culpa” ante hechos que no se pudieron remediar, con la trivialización y exposición extrema de un contingente que poco menos fue recibido como si fueran estrellas futbolísticas, enmarcada en una sociedad ya dividida entre “refugiados sí” o “refugiados no”, con la utilización de ejemplos fuera de tiempo y de contexto, que nada tenían que ver con el momento actual.
La española residente en Uruguay, Susana Mangana, responsable de la Cátedra de Islam y Mundo Árabe del Departamento de Formación Humanística, de la Universidad Católica y del Programa de Política Internacional de la Facultad de Ciencias Empresariales, conformó la comisión que viajó al Líbano para entrevistar y seleccionar a las familias que llegarían a Uruguay. La experta señaló en una entrevista con El Espectador que “la gente que dice que los sirios refugiados son desagradecidos lo hace con justa razón”, porque las personas conocían las condiciones económicas, sociales y culturales a las que venían. Por esa razón, no comprendía sus reclamos.
Sin embargo, las quejas de los sirios se transformaron en un foco de atención internacional, y Javier Miranda, por ese entonces encargado de la Dirección Nacional de Derechos Humanos del Ministerio de Educación y Cultura, reconoció que el gobierno les dio “una exposición que no es la adecuada”, con las fotografías de los niños jugando al fútbol bajo la lluvia y una bienvenida digna del final de una película trágica.
Esa exposición pesó en una familia que decidió irse a Serbia, con destino a Alemania, pero estuvieron retenidos en su escala a Turquía. Allí estuvieron 20 días en el aeropuerto Ataturk, fueron deportados y debieron retornar a Uruguay.
Los vaivenes de estas situaciones llevaron al gobierno a confirmar su postura de mantener las condiciones del programa tal como se formuló, pero la Cancillería confirmó posteriormente que el segundo grupo de sirios que se planteaba arribar a finales de 2015, finalmente no lo haría. El ejecutivo uruguayo envió una carta a Acnur sobre su decisión y aunque no se conocieron mayores detalles, en cierta forma obstan las aclaraciones al respecto.
En la actualidad, el Alto Comisionado de Acnur, intenta movilizar a los gobiernos para que accedan a captar una mayor cantidad de personas que aguardan en forma transitoria en campos de refugiados bajo condiciones paupérrimas. Sin embargo, en Europa la situación no está clara y el clima de xenofobia reinante, dificulta la gestión de un proceso complicado y allí tampoco se acepta el argumento de que este tipo de inmigraciones “contribuye al desarrollo de sus sociedades”. En realidad, seguirá siendo un hierro caliente que muy pocos se atreverán a tocar.
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