Paysandú, Viernes 29 de Julio de 2016
Opinion | 27 Jul Sin dudas la Administración Vázquez y su ministro de Economía y Finanzas, Cr. Danilo Astori, pecaron de exceso de optimismo, al elaborar un proyecto de presupuesto quinquenal basado en un gasto excesivo sobre expectativas de recaudación por una dinámica de la economía que hasta el más despistado sabía no se iba a dar, tal como venía la mano en la región y el mundo.
La apuesta en ese momento, según se dijo, era eventualmente adecuarse a lo que ocurriera a través de la Rendición de Cuentas, donde se decidirían recortes en caso de darse problemas de financiamiento de los gastos, como efectivamente ha ocurrido, porque el enlentecimiento de la economía hace inviable recaudar en la misma medida en que se proyectó sobre un crecimiento similar al que se registraba hasta hace pocos años.
Hubo por lo tanto que desandar camino, incluyendo la búsqueda de aumentar la recaudación por la vía tributaria, pero con marcada reticencia a poner en marcha una medida paralela imprescindible, que es la reducción del gasto público.
Ocurre que los problemas de inmediatez no deben hacer perder de vista que debemos igualmente desarrollar políticas y proyectos de mediano y largo plazo, lo que demanda identificación de iniciativas y generación de infraestructura para potenciar la logística y atacar problemas de competitividad.
Ahora, la infraestructura, que es muy costosa y requiere grandes inversiones, demanda estudios muy afinados sobre bases reales, posibilidades del país y de la región, y en lo posible, compartir el costo de proyectos que permitan complementación y reducir vulnerabilidades, de cara al mundo, y asumir que no pueden generarse sobre esquemas coyunturales sino en una visión de mayor plazo que a la vez debe ser compartida por los eventuales socios.
Por ejemplo, ya desde antes de asumir, el ministro de Transporte y Obras Públicas, Víctor Rossi, descartó que en la actual administración se vayan a generar grandes inversiones en infraestructura, desde que para ello se necesitan recursos con los que no cuenta el país, y además, los potenciales inversores e instituciones financieras se muestran reticentes en cuanto al riesgo a afrontar en emprendimientos de gran envergadura.
En este contexto, el secretario de Estado guardó prudente distancia de proyectos o ideas lanzadas por el expresidente José Mujica, como el proyecto del puerto de aguas profundas en Rocha, en una región que en la última década se vio favorecida por los altos precios de los commodities y registró ingresos excepcionales, aún teniendo en cuenta el déficit en infraestructura para cargas de gran volumen.
Sobre el final del período de su administración, Mujica incluyó el puerto de aguas profundas de Rocha como una de las iniciativas que debería llevarse a cabo ya en el corto plazo, apuntando a contar con un instrumento logístico de proyección regional, para constituirse en un centro de recepción y salida de cargas de gran volumen en el marco de un país de servicios que haría uso de su ubicación estratégica como puerta de entrada y salida entre las dos mayores economías del subcontinente, como son Brasil y Argentina.
El mandatario no ocultó desde un primer momento que la suerte de este emprendimiento, que demandará una inversión muy importante y de imposible financiación por el Uruguay en solitario, dependería del apoyo de Argentina y Brasil para su concreción y uso, dada la magnitud de la inversión y del movimiento requerido para hacerlo autosustentable, por lo que apuntó sus baterías a contar con apoyo regional. Los cambios políticos y sobre todo de la economía que se han registrado en la región hace parecer que hubieran transcurrido siglos desde esta iniciativa, que ha sido una reivindicación de Uruguay desde hace ya muchos años, porque además el puerto de Montevideo hace rato que está quedando chico para el movimiento y grandes calados que requieren los enormes buques de última generación.
Antes ya había quedado desechado –felizmente– la idea lanzada en su momento de construir el puente Colonia-Buenos Aires, un proyecto de corte faraónico lanzado en la década de 1990 compartida con el entonces gobierno de Carlos Menem, que implicaba llevar a cabo un emprendimiento que solo tendería a consolidar y potenciar el macrocefalismo de las dos capitales del Plata, en desmedro del desarrollo de cada país y de la propia región como un todo, a la vez de requerir una inversión desmesurada para la capacidad de las respectivas economías.
Los cambios políticos por lo tanto tienen mucho que ver con la suerte de determinados emprendimientos que han sido impulsados en su momento en base a ciertas realidades y prioridades que sin embargo han quedado luego condicionadas a una realidad que también ha cambiado.
Pero hay escenarios que sí son prácticamente inmutables, para bien o para mal, por encima de las decisiones políticas, como es el caso de gran parte del Cono Sur latinoamericano, donde siguen primando explotaciones de grandes volúmenes y bajo valor relativo, como las producciones de granos, la forestación, la ganadería, la minería; y por lo tanto, más allá de la necesidad de incorporar valor agregado y tecnificación, para reciclar recursos, crear fuentes de trabajo y obtener mejores precios, las ventajas comparativas para producir indican que estas características van a trascender cualquier coyuntura.
Por lo tanto no es un ejercicio de delirio ni mucho menos considerar que en los emprendimientos de infraestructura deben atenderse estas características para potenciar la producción, por encima de coyunturas, y que deben encararse en el marco de políticas de Estado para lograr financiarlos a través de la cofinanciación público privada, como ha sido recogido en la ley de PP y que se pretende potenciar en la actual administración, cuando las inversiones directas escasean y mucho más aún los recursos públicos.
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