Paysandú, Domingo 04 de Septiembre de 2016
Opinion | 02 Sep Como se descontaba por los analistas, una amplia mayoría del Senado brasileño encontró culpable a la expresidenta Dilma Rousseff en el juicio político por la manipulación de las cuentas fiscales. De esta forma, la salida de Rousseff no se da por la puerta grande que esperaban sus seguidores, al término de su mandato, sino que se interrumpe por la aplicación de un mecanismo constitucional y pone fin a 13 años del Partido de los Trabajadores (PT) en el poder.
No se puede soslayar los aspectos tanto políticos como legales del proceso que se puso en marcha en el vecino país, y como toda problemática en que se incorporan elementos políticos, los comentarios y evaluaciones de actores internos y externos se fundamentan a menudo en consideraciones político-ideológicas. Con escaso margen de objetividad, y como suele ocurrir, las opiniones se dan según el color del cristal con que se miren los hechos.
Pero por más que se busque la vuelta y se invoquen “persecuciones” de todo un lobby de presuntos cómplices de un complot, el PT y Dilma cayeron por la fuerza de sus propios errores y mucho de soberbia, en aplicación de un proceso establecido en la Constitución brasileña que se siguió paso a paso, como consecuencia fundamentalmente de un alto grado de corrupción en la política brasileña, en la que a lo largo de los años han participado todos los partidos políticos. Sobre todo el PT, que había llegado supuestamente con las manos inmaculadas al poder y, a priori, libre de la contaminación de los grupos que tradicionalmente tenían puesta sus garras en la administración pública para servir a sus intereses.
El punto es que con este proceso Brasil ha escrito una nueva página en su historia a través de un juicio político por manipulación de las cuentas públicas. El Senado destituyó por amplia mayoría a Rousseff, la primera mujer presidente del país, y confirmó en el poder a su vice, Michel Temer, del centrista Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB).
Y en cuanto al escenario que se presenta, surge claramente que el nuevo jefe de Estado enfrenta el desafío de ganar rápidamente legitimidad para resolver los agudos problemas económicos y no debe olvidarse que integró la fórmula presidencial con la ahora destituida exmandataria.
“Espero que cuando dejemos el poder, lo hagamos con el aplauso del pueblo brasileño”, consideró Temer, de 75 años, en su primera reunión de gabinete en el Palacio del Planalto luego de su juramento y la votación en la Cámara Alta que puso fin a 13 años del PT, inaugurados en 2003 por Luiz Inácio Lula da Silva, constituido en padrino político de Dilma.
En total, 61 de los 81 senadores votaron a favor de la destitución. Sin embargo, de manera sorpresiva, Dilma no fue inhabilitada para ocupar cargos públicos por ocho años como estaba previsto, lo que deja abierta una puerta para su eventual retorno a la actividad política, llegado el caso.
Temer gobernará por el resto del mandato actual, que vence el 31 de diciembre de 2018, y en este período de poco más de dos años enfrentará la difícil tarea de recuperar el crecimiento de la maltrecha economía brasileña, sumamente afectada por la gestión de la izquierda en poco más de una década, que se vio favorecida, como las restantes economías latinoamericanas por precios históricamente altos de los commodities.
Ocurre además que la gestión de Dilma Rousseff dejó un país en recesión y con altos índices de desempleo e inflación.
Dilma cometió el delito de maquillar las cuentas fiscales, específicamente prohibido en Brasil por disposición constitucional, enfrentó un juicio político y fue destituida, como contempla la Carta Magna, por lo que mal puede aducirse que se está ante un golpe de Estado parlamentario.
La expresidenta perdió, por lo tanto, el apoyo parlamentario de los grupos que la llevaron al poder --ganó la última Presidencia por unos pocos miles de votos-- y lejos de despegarse de los actos de corrupción enormes que se cometieron durante el gobierno del PT y sus aliados, se manejó en forma errática, no hizo gala de transparencia, y quedó sin respaldo en un Parlamento donde también hay muchos legisladores acusados de participación en hechos de corrupción.
La pérdida de apoyo en el Parlamento es solo un reflejo de lo que ocurre en la opinión pública, en tanto rige un sistema representativo de gobierno, porque Dilma ha caído al nivel más bajo de popularidad de un presidente en Brasil y el creciente rechazo en la población quedó demostrado por la escasa repercusión popular de su destitución, desde que apenas algunos puñados de seguidores incondicionales del PT, sobre todo del expresidente Lula, salieron a la calle en una tímida protesta sin ningún sustento en el sentir popular.
Y en el concierto internacional, la solidaridad y el rechazo al supuesto golpe provienen exclusivamente de gobiernos alineados ideológicamente, como es el caso de Bolivia, Ecuador y Venezuela, nada menos, que han retirado sus embajadores. En Uruguay es expresada solo por los sectores más radicales de la coalición de izquierda y el Pit Cnt, los mismos que hacen la vista gorda a la dictadura de hecho de Maduro en Venezuela, casualmente.
Es decir, se soslaya que el eje de todo el problema es la corrupción, los manejos políticos y la gestión de los gobiernos populistas que fundieron a los países durante la mayor bonanza económica de la historia. Con todo, el mundo no se termina en la salida de Dilma ni mucho menos. La región debe dedicarse a lo importante, que es tratar de revertir los procesos de deterioro que rompen los ojos.
Este es precisamente el perfil del reto que afrontan en común denominador los países de la región cuando se ha disipado la espuma y queda tan poca sustancia, cuando los eslóganes han quedado vacíos de contenido y llega la hora de ajustarse a la realidad económica.
Es que los hechos confirman que no se crea ni se reparte riqueza por decreto y que se debe trabajar con criterio, con visión de mediano y largo plazo, para implementar políticas económicas sustentables por encima de avatares, coyunturas y urgencias electorales.
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