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Paysandú, Jueves 08 de Septiembre de 2016

Un problema de veinte años

Opinion | 07 Sep Desde el año 1996 Uruguay mantiene estables sus índices de embarazo adolescente. Por lo tanto, si se toma en cuenta que una generación de humanos es un período de 20 años, entonces transcurrimos por la segunda generación de madres jóvenes.
Sin embargo, la temática adquirió relevancia el lunes pasado a raíz de la presentación del informe “Objetivos sanitarios nacionales 2020”, donde se presentó un abordaje integral de esta problemática. Allí se señaló que en Uruguay, 7.951 bebés nacen en hogares donde la madre tiene entre 10 y 19 años, y ello representa el 16% del total de nacimientos registrados en el país.
La mayor tasa de fecundidad entre 10 y 14 años se presenta en Rivera, Cerro Largo, Treinta y Tres, Soriano, Paysandú y Durazno. Mientras tanto, aumenta la cantidad de madres entre 15 y 19 años en Río Negro, Durazno, Artigas, Salto y Cerro Largo.
Ya el Censo de 2011 alertaba que las condiciones de extrema vulnerabilidad aumentaban el riesgo del embarazo precoz y en ocasiones no deseado, o como se denomina en la actualidad: “no intencional”.
Lo cierto es que hace cinco años el Censo indicaba que en el caso de las jóvenes con dos o más Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), algo más de una de cada cinco eran madres (22,4%) y lo comparaba con las adolescentes con Necesidades Básicas Satisfechas, cuyo guarismo descendía a 3,6%.
Según aquel documento, el país presentaba cifras superiores a la media nacional de 60 nacimientos de madres adolescentes por cada 1000 mujeres, mientras que la media internacional se ubicaba en 49. Incluso se comparaba con los datos a nivel del continente sudamericano, que presentaba cifras de 79 nacimientos por cada 1000 mujeres.
En aquel entonces –como ahora-- llama la atención que estas cifras se incrementen y se mantengan, 20 años después, en un país con elevado desarrollo humano y alta accesibilidad o disponibilidad de variados recursos sanitarios, entre otros.
No obstante, esta realidad demuestra la persistencia de las desigualdades socioeconómicas, culturales y de género, a pesar del cambio en las políticas del gobierno, asociado a la carencia de proyectos de vida alternativos. A pesar de los resultados, aún se enfatiza en el papel de las familias, el Estado y las organizaciones sociales para que sean entidades generadoras de las condiciones que amortigüen esos impactos y le permitan a las adolescentes acercarse a otras oportunidades de vida que les permita posponer su maternidad.
Y los resultados se invierten de acuerdo a otros niveles socioeducativos, porque las desigualdades permanecen como una variable de ajuste: mientras que en América Latina baja la tasa de fecundidad a nivel general, aumenta entre las adolescentes.
A comienzos de este año, la asociación civil “Madrinas por la Vida” observaba que la ayuda existente para las adolescentes embarazadas “es casi ninguna”, en tanto el Estado otorga herramientas para evitar los embarazos, en vez de enseñarse a cuidarse a sí mismas con responsabilidad. Es decir, que implica evitar los “cucos” sobre el sexo, ampliar su visión del valor como persona y en cierta medida comenzar a transitar el camino del fin del asistencialismo.
Estos fenómenos confirman, además, que una amplia franja etaria resuelve su pasaje a la vida adulta en forma temprana con la salida del sistema educativo, el ingreso al mercado laboral, la formación de parejas y el nacimiento del primer hijo.
No es un dato menor el comportamiento sexual que pautan hombres y mujeres, con relaciones desiguales de poder, que les impide la adopción de métodos de barrera o de prevención y aunque esta experiencia a edades tempranas no signifiquen la necesidad de formar una familia, la ausencia de una pareja es frecuente en un embarazo en esta franja etaria.
El desarrollo emocional y un inadecuado manejo de las relaciones afectivas conlleva a resultados ya analizados, por lo tanto el embarazo adolescente y el comienzo de las relaciones sexuales a edades tempranas se encuentra enraizado en complejidades sociales, aún no resueltas en los últimos veinte años.
Y esa población atravesará por desigualdades mayores, tras confirmarse el alto porcentaje de abandono educativo, con relaciones de parejas inestables, la determinación a transformarse en un nuevo hogar monoparental o la convivencia con varias generaciones en un espacio con mayores limitaciones para su desarrollo. Incluso en la mayoría de los casos se confirma una descendencia elevada, ante la precocidad de los partos. A esto debe sumarse el enfoque que se dará al entorno de sus referentes familiares o afectivos. Un menor nivel cultural de los padres decantará en un escaso clima de apoyo y motivación para que los adolescentes permanezcan en el ciclo educativo y retrasen las relaciones de pareja. Por eso, la falta de bienestar social empeora la situación de estas jóvenes, que ya provienen de hogares sumergidos en la pobreza.
Paralelamente, será difícil que puedan mejorar su posición porque compatibilizar trabajo, educación y crianza es un desafío para estas adolescentes. La desvinculación educativa las llevará a una baja inserción en el mercado del trabajo, o a la adopción de un empleo informal, mal remunerado e inestable, por lo tanto su proyecto de vida se asentará en la maternidad, y así transcurrirá su trayectoria reproductiva.
Esta realidad que se sostiene desde hace dos décadas, pretende transformarse en el marco de los Objetivos Sanitarios que se trazó el Ministerio de Salud Pública, hacia el 2020.
Sin embargo --y como vemos-- los datos ampliados con la lupa de la realidad nos presentan un trasfondo con mayores complejidades sociales, donde las adolescentes nos demuestran nuevamente que “el hilo se vuelve a cortar por el lado más fino”.


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