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Paysandú, Martes 25 de Octubre de 2016

En el mismo trillo y ADN

Opinion | 18 Oct Como se descontaba, teniendo en cuenta los antecedentes de las tres últimas legislaturas, en las que la coalición de izquierdas ha contado con mayoría propia en ambas cámaras legislativas, la reciente interpelación a la ministra de Educación y Cultura, María Julia Muñoz, se saldó con un respaldo unánime de los parlamentarios oficialistas, sin que en el tema de fondo se tuviera un sentido crítico y de objetividad en el análisis.
En esta instancia parlamentaria el miembro interpelante fue la diputada nacionalista Graciela Bianchi, de larga trayectoria en la docencia, en la dirección, y amplia conocedora de la realidad en la educación, contrariamente al perfil de Muñoz, cuyo mayor mérito es ser de confianza política del presidente Tabaré Vázquez.
Tanto la legisladora como la integrante del Poder Ejecutivo tienen como característica el ser mujeres confrontativas en sus expresiones y acciones, sin embargo el objetivo de la interpelación no era voltear a la secretaria de Estado, sino obtener de primera mano un estado de situación y sinceramiento sobre el escenario del país en esta área de particular importancia, así como de las acciones en marcha y en proyecto.
Bianchi consideró que la ministra no da la talla para el cargo, lo que es evidente en cuanto a la ausencia de credenciales en esta esfera, y solo desde el punto de vista político se podría explicar la decisión del Poder Ejecutivo para asumir esta responsabilidad, lo que da razón además a los cuestionamientos que han surgido desde fuera del círculo de quienes comparten esta confianza política.
Por lo tanto, a partir de su designación, poco y nada puede esperarse en cuanto a los cambios que se necesitan ya desde hace muchos años en la educación, dominada por los grupos corporativos --sobre todo los gremios de docentes--, que han hecho de ella su feudo exclusivo y para defensa de sus intereses sectoriales.
Es decir muy lejos de lo que son realmente las necesidades del país en cuanto a educación y formación, que han pasado a ser un aspecto secundario para quienes sistemáticamente, por acción o por omisión, han boicoteado todo intento de innovar o siquiera ensayar algún cambio que no estuviera en línea o pudiera rozar sus intereses.
La enseñanza se ha constituido además en un ámbito politizado y controlado por gremios e intelectuales de izquierda radical, en tanto Muñoz, médica de profesión, entre sus credenciales ostenta el haber sido secretaria general de la Intendencia de Montevideo en las dos administraciones de Mariano Arana, y en 2005, cuando Tabaré Vázquez asumió su primera presidencia, la designó ministra de Salud Pública, donde tuvo participación en la creación del Sistema Nacional Integrado de Salud, con sus luces y sombras. En la campaña electoral previa al actual período de gobierno, entre otros compromisos electorales Vázquez dijo que iba a cambiar “el ADN de la enseñanza” y destinarle el 6% del Producto Bruto Interno (PBI), y tras asumir designó a Muñoz como ministra de Educación y Cultura porque la creía competente para lidiar con grandes conflictos, como los que anunciaron previamente los sindicatos del área.
Lamentablemente, con este reconocimiento previo de que el objetivo prioritario era no perder terreno con los sindicatos, poco y nada podía esperarse de esta pretensión de cambio de ADN, porque por más respaldo político que se tenga desde Presidencia, la columna vertebral del status quo en la enseñanza proviene de la conjunción de acciones de sectores de la coalición de izquierdas con las corporaciones que dominan la enseñanza, y era impensable que el Poder Ejecutivo pudiera tener algún éxito razonable contra esta máquina de impedir.
Bueno, lo único conocido hasta ahora es que la combativa ministra solo ha perdido o esquivado batallas, incluyendo la mal encarada confrontación a través del decreto de esencialidad frustrado, y encima, hubo decisiones de la ministra que apuntaron contra quienes supuestamente debían ser los ejecutores de la política presidencial del cambio, y los problemas por falta de recursos por limitaciones fiscales para alcanzar el 6 por ciento.
Y en suma, el mayor logro de la ministra es haber eliminado del tablero a figuras relevantes de la reforma prevista, y así cayeron desde el director de la Biblioteca Nacional, Carlos Liscano, hasta el director nacional de Educación, Juan Pedro Mir, este último precisamente por haber asumido, con notoria razón, que no había voluntad política coherente para rehacer el sistema público de enseñanza.
Sostuvo Mir que “no creo que hagamos un cambio de ADN porque no están dadas las condiciones políticas en el gobierno de la educación”, y no le erró ni un ápice, pero lo que sí hizo fue desatar las iras de la ministra y del Poder Ejecutivo, por lo que fue cesado, y luego, en solidaridad con Mir, renunció el subsecretario de Educación y Cultura, Fernando Figueira.
Tenía razón precisamente Filgueira cuando había señalado ante la prensa que no creía que las reformas puedan hacerse desde adentro de la educación, al fin de cuentas, sino que más allá de algunos cambios puntuales, la verdadera reforma debe surgir de decisiones del sistema político.
Y esto fundamentalmente debe ser así porque el sistema político conlleva en su espectro la representación de todos los ciudadanos, precisamente de aquellos que sostienen y deben ser los receptores de las mejoras que se instrumenten en el ámbito educativo, que necesita ser “aggiornado” y ser la columna vertebral para sostener los cambios destinados a insertarnos en el mundo moderno.
Es decir, estar en condiciones de asumir los desafíos para contar con los recursos humanos acompasados a la dirección en que va el mundo del trabajo, promoviendo la capacitación, y sobre todo para no seguir perdiendo terreno sistemáticamente respecto no solo al primer mundo, sino a muchos países del subcontinente donde no se registra un retraso de esta magnitud.
Pero para ello debe instrumentarse lo que sostiene Filgueira, como es también la opinión de la mayoría de la dirigencia política y de los ciudadanos del país, en el sentido de que la reforma de la enseñanza no puede provenir de quienes se resisten a los cambios, que son los que están adentro y son parte del problema, sino desde afuera, desde el sistema político que representa a la ciudadanía.


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