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Paysandú, Sábado 05 de Noviembre de 2016

Este síndrome que nos aqueja y nos hace daño

Opinion | 30 Oct De verdad, ¿necesitaba Paysandú una nueva terminal de ómnibus?, ¿y otro shopping? Es más, ¿necesitaba una terminal de ómnibus? ¿No era mejor ir a la agencia de cada empresa? ¿No era mejor la vieja Onda, que de paso permitía tomarse una antes de subir o al bajar en el París, conversando con alguno de los Ogara?
¿Satisface la obra de 19 de Abril? ¿Con esos bolardos esféricos y ese sinuoso sendero para vehículos? ¿Bancos en la calle? ¿Donde quedó aquello viejo y tradicional, el encanto de una callecita de pueblo?
¿Por qué quitaron la circulación vehicular frente al Irene Sosa? ¿No son feos y peligrosos esos juegos construidos con caños? ¿A quién se le ocurrió que eso podía gustar a alguien?
Y se podría seguir. Porque comentarios como estos son síntomas de que esta sociedad está enferma. Y hasta el momento el Ministerio de Salud Pública no ha dado señales de iniciar una campaña preventiva, ocupado como está con el Aedes aegypti, mosquito ladino si los hay.
Se trata de una enfermedad terminal y global, que pese a su dilatada antigüedad no se le ha podido encontrar cura. Peor todavía, las últimas tecnologías que permitieron el nacimiento, crecimiento y avance de las redes sociales han sido fértil terreno para su expansión pandémica. Y como el aire es gratis, se incrementa aún más la gravedad de la situación.
Resulta ser una enfermedad mental que consiste en creer y decir que todo está mal y solicitar a las autoridades, colectivos u otras personas un cambio determinado. A todos, menos a nosotros mismos. Ahora, en el extremo que ese cambio se concrete, se procederá a establecer quejas de la nueva situación solicitando retornar al anterior status quo, porque después de todo, todo tiempo pasado fue mejor.
Esta enfermedad, este síndrome todavía no aparece en los manuales de medicina ni está reconocido por la Organización Mundial de la Salud. Mal hecho. Porque son millones y millones de personas en el mundo las que lo sufren.
Es que el síndrome del gataflorismo, que de eso se trata, no afecta solamente a los sanduceros. Ni siquiera solamente a los uruguayos. Se ha expandido por el mundo con una rapidez asombrosa. Este mal se asocia frecuentemente con el individualismo y la unión de ambas cosas es prácticamente mortal.
La definición de este mal sería, más o menos, que no hay una decisión que nos venga bien, para no entrar en detalles sobre el origen del término, una histérica gata Flora.
Atrás quedaron los tiempos en que solamente se despotricaba contra el cielo, gruñendo porque hacía frío en invierno o calor en verano. No sería una persona normal quien no gritara contra el irrespirable verano o contra el frío invierno que no se quita con nada. O la primavera con su carga de alergias. O el otoño que deja los pobres árboles al desnudo.
Ese es el lado folclórico del asunto, casi un tópico de conversación con el almacenero, el chofer del ómnibus o el empleado de la estación de servicio. Es la nota de color, digámoslo así.
No obstante, por jocoso que parezca, el gataflorismo que se ha incorporado en la sociedad, de manera crónica, es un obstáculo invisible pero enorme para su crecimiento. De esta sociedad, la sanducera, que es la que nos ocupa.
Hay un enorme gasto de energías y tiempo en establecer y sostener la crítica por la crítica. Eso se da tanto en hechos cotidianos como en excepcionales, como la inauguración de una nueva terminal de ómnibus y mall, una inversión privada en su totalidad. Y claro, si no dejan pasar a nuestros familiares a los andenes para el beso de despedida, es una porquería. Pero, convengamos, si los dejaran pasar, sería horrendo, porque pondrían en peligro la seguridad de los viajeros.
Esto es, no importa realmente la realidad, lo que tiene interés para quien padece de gataflorismo es ponerse en el otro extremo. Sea como sea, lo importante es estar en contra. A lo Calabró.
La gran pregunta es ¿a qué nos lleva esto? Es un desgaste sin sentido y sin objetivo concreto. Para el caso de la terminal, ¿vamos a pedir que la dinamiten y construyan otra preguntándonos personalmente nuestro gusto? O la cuadra de 19 de Abril hecha semipeatonal y peatonal, según los días, ¿acaso no era imprescindible terminarla para dar cumplimiento al proyecto original que incluyó las obras de semipeatonal en 18 de Julio?
Es lo mismo que en el matrimonio. Las cosas no son siempre las mismas que durante el noviazgo, pero hay que echarle ganas y construir la mejor familia con los ladrillos que se tienen, sean del mejor material o no.
Este Paysandú tiene cosas que muchas comunidades sanamente envidian. Pero de las que no nos damos cuenta, empeñados hasta el tuétano en buscarle la sexta pata al gato, porque hace tiempo que asumimos la quinta.
Miremos la ciudad, sus paseos públicos, sus avenidas, el anfiteatro único en la región, un estadio de básquetbol que se adelantó en mucho a su época. Y mirémonos a nosotros mismos, los sanduceros. De legado heroico, de presente desparejo, atravesados por la misma crisis económica y de valores que afecta a tantas otras comunidades. Pero vigorosos, fuertes, creativos.
¿De qué vale pintar todo de negro? Con eso no se mejorará la realidad y --por el contrario-- la queja nos hará pensar que estamos peor de lo que en verdad estamos.
Ya se sabe, se quejan los que no tienen trabajo porque no encuentran; se quejan los que tienen empleo porque es poco remunerado, el jefe no sabe nada y el industrial es un explotador.
Nadie sale del pozo pensando que es demasiado hondo. Y ese instante de supuesta fama al criticar lo que sea y como sea es demasiado poco. Un instante que pronto queda opacado por la crítica que la sigue.
Hay que saber ver la luz que se cuela por las hendijas; hay que apreciar el valor que eso tiene y no simplemente protestar por la penumbra.
Quizás sea tiempo de empezar a difundir la vacuna contra este síndrome que nos aqueja. La próxima vez que escuchemos una crítica porque sí, de esas que abundan, demos una inyección de optimismo y fe. Porque se trata de vivir, con lo que se tiene y como se puede. Se trata de avanzar paso a paso, de no cejar en la búsqueda de lo mejor de este presente, para que cuando el futuro llegue, sea venturoso. Menos gataflorismo y más optimismo. Menos búsqueda de la perfección y más coherencia con nuestra conocida imperfección, que nos hace tan únicos, tan irrepetibles.
Seguramente los que levantaron las fábricas que caracterizaron la mitad del siglo pasado no se dejaron envolver por la crítica porque sí y para nada. Seguramente que, más atrás, Leandro Gómez y los defensores no se pusieron a pensar que habían quedado atrapados en la ciudad y pusieron valor y coraje a lo que les quedaba de vida.
Y si tanto nos enorgullecemos de ellos, pues por qué no imitarlos. Hay que enterrar el gataflorismo, propio y ajeno. Esta comunidad tiene ante si la oportunidad de ver el vaso medio lleno. E inculcar en las nuevas generaciones el orgullo de mirar la vida desde el optimismo y desde la luz.


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