Paysandú, Jueves 01 de Diciembre de 2016
Opinion | 30 Nov Un partido clásico que no se pudo jugar por serios incidentes dentro de un escenario deportivo, groseras explicaciones por las autoridades competentes en materia de seguridad y un discurso de contenido más o menos fuerte que se desmarca de la habitual forma de hablar del presidente Tabaré Vázquez, son el corolario de una serie de hechos que conformaron la “crónica de una muerte anunciada”.
Luego de que el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, calificara de “exitoso” el operativo efectuado por la policía en torno al Estadio Centenario, con la certeza de que los hechos ocurridos fueron el resultado de una maniobra orquestada por una organización, no queda otra consideración que la certeza de que alguien nos ha tomado por tontos.
La secuencia de hurtos a los puestos de comida del estadio y la violencia vivida el domingo solo se pudo ejercer a raíz de las facilidades extendidas por quienes sabían lo que iba a ocurrir –según lo aseguraron después en una conferencia de prensa-- y no adoptaron las medidas pertinentes. Cualquier experto en guerrilla urbana, como en su momento lo fueron Bonomi y el subsecretario de la cartera de Interior, Jorge Vázquez, saben que el adversario no puede ganar altura, porque es un asesino que ejerce su poder desde un punto de vista panorámico. Cualquier mínimo estratega sabe que el enemigo debe quedar en el llano, sin embargo, en este caso se hizo al revés y con los delincuentes ubicados a más de tres metros de altura, no era tan difícil de suponer que cualquier objeto que se arrojara impactaría sobre quienes estaban abajo, o sea, la policía. Y así fue.
Por lo tanto, la figura es intento de homicidio porque ese asesino en potencia sabía que había personas debajo de la tribuna, e incluso se puede identificar claramente a varios delincuentes que intervinieron en el saqueo a los puestos de bebida que, sumados a otros participantes en los enfrentamientos con la policía, conforman este “operativo exitoso”.
Este asesino, que no logró su cometido, tenía intenciones evidentes de matar a varias personas porque su “munición” --una garrafa-- pesa 30 kilos y si cae a más de 100 kilómetros por hora sobre las cabezas de los efectivos de la Guardia Republicana, solo los salva la Divina Providencia o el mal cálculo de la mano que la tiró.
Y si la realidad se explica porque los dirigentes de un club negaron entradas a los barrabravas, entonces la cadena de responsabilidades se extiende aún más y queda claramente establecido que poco importa si el club de “sus amores” gane o pierda, porque lo importante es salir a matar o morir. A eso se suma la “gloria y grandeza” de los cuadros llenos de “historia”, alentados por adjetivos arcaicos que ya no se usan en el lenguaje común, fogoneados por las pantallas con dedicación exclusiva, para declarar al país en un estado de “fútbol permanente”.
Entonces, el delirio se contagia y se mezcla, y en esa mixtura colectiva se congregan “la biblia y el calefón”, manoseados bajo el mismo lodo que resume todo en un lenguaje reduccionista, donde se confunden los asesinos con los hinchas, opinan de seguridad los periodistas “deportivos”, se alerta sobre el riesgo de suspender un campeonato, pero al fin y al cabo nadie queda a disposición de la justicia para que pague por su responsabilidad en un intento de homicidio. Por eso, la falta de crítica –también-- generará violencia.
Y así podemos enumerar otros delitos en que los asesinos son responsables, aunque no se lleven la vida de nadie. Y es que lograr arruinarla de la manera que lo hicieron con Darío Monzón, es también de homicidas. Porque cuando se escapa de un control policial o de tránsito, tanto por un delito o una infracción, a alta velocidad, a contramano, sin frenar y por encima de veredas o plazas, debe ser juzgado como tal.
Es verdad que el hecho de referencia no acabó con una joven vida, pero provocó “lesiones culpables gravísimas en reiteración real con un delito de omisión de asistencia”, que configuran un perfil asesino. La frialdad y la conciencia plena de sus actos, digna de un asesino serial –apañado por familiares-- conforman un cóctel fatal y únicamente puede señalarse a ese delito como homicidio en grado de tentativa.
O el que roba a mano armada, dispara su arma y desconoce la trayectoria del proyectil. A este asesino poco le importará si la “bala perdida” impacta en la cabeza de un niño y en todos los casos son conscientes que eso puede ocurrir.
Por tanto, es aberrante pensar que dentro de su hogar, una persona tampoco puede sentirse protegida o cuidar a los suyos, porque la patente de corso es una victoria de pocos que obtuvieron bajo el ala del relativismo y de la culpabilización colectiva.
Y podemos sumar delitos de intento de homicidio con los pederastas y violadores de niños o adolescentes, que con su instinto asesino tampoco le arrancan sus vidas pero malogran sus destinos para siempre, con la mirada cómplice de quien vio y calló, pero después aseguró que lo ocurrido puertas adentro “era sabido por todos”. O el rapiñero que intenta quitarle la cartera a una motociclista en marcha, cuyas consecuencias trágicas ya segaron una vida en Paysandú, junto a otras situaciones que tuvieron “mejor suerte” porque las lesiones graves no terminaron en muerte.
Entonces, son asesinos seriales plenamente conscientes de sus actos que ejecutan sus intentos de homicidio a plena luz del día y a cara descubierta, porque están convencidos que los amparará la diatriba y la arenga tribunera de quienes conducen autos blindados o caminan todo el tiempo protegidos por guardaespaldas.
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