Paysandú, Jueves 29 de Diciembre de 2016
Locales | 24 Dic (Por Horacio R. Brum) En la primera capilla a la derecha de la entrada de la Catedral de Lima, un lugar de privilegio, está la tumba de Francisco Pizarro, el más cruel y codicioso de los conquistadores españoles, quien hizo ejecutar al Inca Atahualpa después de que este le entregara objetos de oro y plata suficientes para llenar la habitación donde estaba prisionero, bajo la promesa de recibir la libertad. La decoración fastuosa, con grandes imágenes en mosaico que describen la llegada al Perú del hombre que se transformó en marqués sin saber leer ni escribir y con un pasado de cuidador de cerdos, fue hecha en 1924 por orden de Augusto Leguía, un presidente autoritario que persiguió implacablemente a sus opositores y promovió la consagración del Perú al Sagrado Corazón de Jesús. Tal consagración fue repetida en octubre de este año por el presidente Pedro Pablo Kuczynski y recibió el respaldo de Juan Luis Cipriani, el cardenal arzobispo de Lima que integra la organización conservadora católica Opus Dei, conocido por sus comentarios homofóbicos, así como por sus opiniones contra los derechos de las mujeres.
El peso del pasado colonial, la rigidez de las estructuras de clase o la influencia desmedida de la iglesia católica y otros factores que crean contradicciones entre la modernización económica y el cambio social conforman la “maldición del virreinato” que padecen los países andinos, desde Chile hasta Colombia. A diferencia del Río de la Plata, donde la riqueza solo se pudo medir en vacas y tanto la cruz como la espada tuvieron dificultades para subyugar a los indígenas, al oeste de los Andes los conquistadores hallaron los tesoros con los que vestirse de los oropeles nobiliarios que no tenían en España y una masa nativa que, por haber creído dioses a sus anteriores gobernantes, mezcló resignadamente sus prácticas religiosas con las de los recién llegados, proporcionándoles la mano de obra necesaria para que estos vivieran con veleidades de grandes señores.
Las mansiones coloniales del centro histórico de Lima recuerdan las casas de la nobleza sevillana; el palacio-museo del arzobispado, que, si bien se construyó en la década del 20, es de un estilo digno de los virreyes, tiene ambientes amoblados con un lujo que horrorizaría al mismo Jesucristo. En una de las salas, el cardenal Cipriani mira a los visitantes desde un óleo a tamaño casi natural, en compañía de sus antecesores. Alfombras, sillones mullidos, lámparas de luz tenue, más apropiadas para disfrutar de un puro o un buen licor que para leer los breviarios, completan ese ambiente y acaso expliquen por qué el Perú es uno de los lugares del surgimiento, en los años 60, de la teología de la liberación, esa corriente revolucionaria de la iglesia católica que impulsó a tantos sacerdotes a vivir con y como los pobres.
“Niña de once años con varios meses de gestación muere tras ser obligada a abortar”. No era un titular muy animador para empezar la mañana, pero allí estaba, en el diario limeño La República que este corresponsal leía en su hotel del muy tranquilo barrio de San Isidro, a cientos de kilómetros geográficos y sociales de la barriada de la ciudad de Chiclayo, en el norte del país, donde se había producido el hecho. La niña estaba condenada a muerte de antemano, porque en Perú solamente se permite el aborto por riesgo para la salud de la madre y con muchas restricciones. Además, en agosto de este año fue necesaria una resolución de la justicia para obligar al ministerio de salud a distribuir gratuitamente el anticonceptivo de emergencia levonorgestrel o píldora del día siguiente. Otra noticia dio cuenta de un juicio contra el Estado que inició un grupo de mujeres que fueron esterilizadas sin consentimiento en la década de 1990, cuando el gobierno de Alberto Fujimori empleó ese método para intentar controlar la natalidad… de los pobres.
Varias ministras del gabinete de Kuczynski apoyan la distribución gratuita de la píldora del día siguiente y el presidente las respaldó en público, pero el cardenal volvió al ataque, acusándolo de introducir un tema que no estaba en su programa de gobierno. Una opinión de peso en un estado nominalmente laico, que cada octubre homenajea al Señor de los Milagros frente al palacio presidencial y lo pasea por Lima en compañía de tropas y bandas militares, seguidas por multitudes.
LOS DUEÑOS DEL PODER
Perú, como Chile y las demás naciones andinas, estuvo aislado de las grandes corrientes migratorias. Al comenzar el siglo XX, por ejemplo, los italianos en el territorio chileno no llegaban a 10.000 y en la antigua tierra de los Incas residía poco más de la mitad de esa cifra. Esto explica en parte el reducido recambio social y el hecho de que entre los dueños del dinero y el poder se repitan y entrecrucen endogámicamente los apellidos de los tiempos coloniales.
Los inmigrantes, en absoluta minoría, terminaron integrándose a los usos, costumbres y prejuicios de unas clases con tendencias discriminatorias. Es significativo que el mandatario peruano, descendiente de un judío perseguido en Alemania, sea un católico ferviente, educado en colegios y universidades de Inglaterra y los Estados Unidos. Alberto Fujimori, hijo de inmigrantes japoneses, llegó al Palacio de Pizarro en 1990 explotando su condición de “fuera del sistema” para caer finalmente envuelto en la corrupción y el autoritarismo que parecen plagar al país desde los tiempos del virreinato.
En el siglo pasado, Perú pasó por todo tipo de experimentos políticos y económicos, incluida una dictadura militar con tendencias socialistas, impuesta en 1968, que entusiasmó brevemente a la izquierda latinoamericana y sirvió de modelo a Hugo Chávez para su “revolución bolivariana”. El movimiento guerrillero Sendero Luminoso, destruido por Fujimori y cuyos restos volvieron a estar activos antes de la elección de Pedro Pablo Kuczynski, intentó el alzamiento campesino al estilo maoísta, pero no logró la adhesión popular, principalmente a causa de la gran crueldad de sus métodos. La economía pasó del nacionalismo proteccionista al neoliberalismo y hoy es una mezcla de libre mercado con proteccionismo; en lo anecdótico, llama la atención al viajero que el formulario de declaración aduanera tiene una prohibición específica de entrar pisco, el licor aguardentoso con el que se prepara, tanto en Chile como en Perú, el excelente aperitivo pisco sour. El problema es que ambos países se disputan la denominación de origen, aunque los chilenos no prohíben el pisco peruano.
La élite que antes fue dueña de las grandes haciendas y señora de los indios se recicló en todos esos procesos; según el sociólogo Darío Martucelli, autor de un detallado estudio sobre la evolución social de Lima, a partir de la década de 1980 “volvió a concentrar no solamente lo esencial del ingreso y de la riqueza nacional, sino que recuperó, e incluso puede decirse que impuso, su control sobre la decisión económica y política”. Esa élite es la que da forma a barrios como San Isidro y Miraflores, con sus parques bien cuidados, restaurantes elegantes, centros comerciales y colegios y clínicas privadas, donde, como lo pudo comprobar quien esto escribe, solamente se transportan a pie los extranjeros o los sirvientes. Los Mercedes de último modelo comparten las calles con las grandes camionetas 4x4, con vidrios ahumados, a las que el escritor Alfredo Bryce Echenique, observador y crítico ácido de su propia clase, ha dado el simbolismo de ser “tractor y calesa”: tractor, en memoria de las haciendas perdidas por las reformas agrarias, y calesa, en recuerdo de los coches de caballos de la Lima virreinal a la que sus propietarios quisieran volver.
“EN SAN ISIDRO ESTÁ PROHIBIDA
LA DISCRIMINACIÓN”.
El letrero, visto en una juguetería y varias otras tiendas, es una indudable admisión de que el problema existe, tanto como las diferencias en características físicas y tonos de la piel entre quienes sirven y son servidos. Con algunas excepciones, lo indígena y moreno aumenta hacia abajo en la escala social de las calles limeñas y se hace más común en las verdaderas masas de personal de servicio. Nunca antes en su vida vio este corresponsal tantas niñeras juntas, como las que estaban reunidas un mediodía, con los respectivos cochecitos con niños “blancos”, en el parque Roosevelt del barrio El Golf de San Isidro.
Rejas, cercos eléctricos, cámaras de vigilancia, guardias privados y municipales de seguridad indican un miedo al “otro”, delincuente o pobre, que también se relaciona con la fractura social, pero hay un tema que surge como obsesión en todas las conversaciones, a través de todas las clases. “Son todos corruptos en este país, señor”, fue casi la primera frase intercambiada con un taxista, que de inmediato relató cómo los oficiales del ejército venden clandestinamente el combustible que deberían usar en las maniobras. “La corrupción es endémica”, afirmó un economista amigo durante una cena en un restaurante donde comenzaba a llegar la “juventud dorada” de San Isidro. “Seguramente en su país no hay tanta corrupción como en el Perú”, dijo la vendedora de una tienda de regalos, quien contó que, al acercarse las fiestas de Navidad y Año Nuevo, los policías se paran en puntos estratégicos para cobrar multas, falsas o verdaderas, con las que hacer su fondo para las celebraciones.
“¿En qué momento se jodió el Perú?”, se pregunta un personaje novelesco de Mario Vargas Llosa. En la patria del autor, que alguna vez también quiso ser político, la pregunta sirve de introducción a interminables comentarios y análisis. Tal vez, ese momento fue el de la llegada a una playa de Tumbes, cerca de la frontera peruano-ecuatoriana actual, de un grupo de españoles con ganas de acumular riqueza y nobleza trabajando poco, encabezados por un analfabeto ambicioso de nombre Francisco Pizarro.
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