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Paysandú, Viernes 30 de Diciembre de 2016

Donde indica la estrella

Opinion | 24 Dic Tres hombres en medio del desierto guiados por una estrella es una imagen tan poderosa que ha traspasado las épocas. Ninguno era rey en realidad, pero sí eran magos. Si por mago entendemos lo que era un astrólogo en aquellos días.
Pero retrocedamos. Lo que esos magos buscaban era el lugar de nacimiento de un niño de origen humilde que, con el tiempo, llegaría a ser el hombre más conocido, influyente e importante del mundo. Su nacimiento había ocurrido muy poco antes –evidentemente aquellos magos sabían lo que hacían interpretando el cielo-- y sigue siendo una de las fechas medulares de nuestras costumbres.
Y cuando se dice “nuestras” no se puede hablar de otra noche en la que la inmensa mayoría del mundo esté haciendo exactamente lo mismo en el mismo momento. Creyentes y ateos, occidentales y orientales, norteños y sureños, aquel que durante la noche del 24 de diciembre no esté acompañado para celebrar seguramente se sentirá el ser más solitario de la Tierra. Y tan hondo ha calado la costumbre de la celebración navideña que, para niños y para los no tan niños, no hay malvados más malvados que el Grinch o el Krampus. Seres imaginarios que odian a la humanidad entera –sobre todo a los niños-- precisamente ese día y esa noche.
¿Por qué ocurre todo esto? ¿Por qué miles y millones de personas que se precian todo el año de ser tan ateos como el que más también levantan su copa a las 12 de la noche y desean Feliz Navidad a toda su parentela? El origen de tal costumbre viene incluso de antes del nacimiento de Jesús. Porque más o menos por esas fechas los romanos, por ejemplo, también celebraban. Las fiestas eran en honor a sus dioses, como ser al dios Sol ya que, como todos los pueblos, emparentaban la oscuridad con el mal y la luz con el bien. Pero eran, evidentemente, fiestas paganas en las que no había recato alguno y que duraban días. Días de juerga hasta incluso para los esclavos, que quedaban librados de sus obligaciones.
Como buenos latinos que eran entonces, se dedicaban a comer, beber y dejar libre todo impulso retenido durante la temporada. A un país dominado por el Imperio Romano viene a nacer Jesús. Como más o menos todos saben, le toma 33 años comenzar a predicar y morir en la cruz por ello. Siglos de persecuciones, clandestinidad y muerte esperaban a los seguidores de la nueva fe. Hasta que esa religión aún en plena transformación termina por ser una de las que cuenta con más adeptos. En algún momento entre la crucifixión de Jesús hasta que el propio emperador romano Constantino se convierte al cristianismo, muchos habrían comenzado a celebrar el nacimiento de su principal figura.
Pero si al principio la sinceridad de la creencia era lo que animaba a los seguidores, no tardó mucho para que las antiguas costumbres romanas regresaran. Para la Edad Media, las bacanales en las que todo el mundo dejaba sus inhibiciones eran la moneda corriente para el 24 de Diciembre. Pasando el tiempo, fue una de las cosas que más horrorizó a los reformistas protestantes.
Al llegar éstos a América decidieron prohibir la Navidad. Los festejos cesaron. Pero el ser humano necesita distenderse. En otras zonas en las que la religión protestante no era tan ortodoxa, los festejos regresaron, aunque no con las mismas libertades extremas de antes. Así llegamos al siglo XIX y a una ciudad mucho más movida que Nazareth o Belén: Nueva York. Porque fue ahí en el año 1822 que el profesor de literatura y poeta Clement Moore publicara “Una noche antes de Navidad”. Hasta el momento, Papá Noel tenía muchas formas, podía llegar en barco, a caballo, por la puerta. Pero Moore presentó un ser que era una mezcla de San Nicolás –obispo del siglo IV que regalaba juguetes a los niños-- y Sinterklass, la versión holandesa de Santa Claus, que era algo así como un dios griego que surcaba el cielo en su caballo de ocho patas.
Lo que hizo Moore entonces fue volver a tales personajes históricos y míticos en uno mucho más terrenal y querible. Que además traía regalos. Y para recibir tales regalos la familia debía permanecer unida bajo el mismo techo. Si todos andaban de juerga por ahí, Papá Noel podía decidir no llegar a los hogares. Para que fuera había que ser bueno y quedarse en casa.
Así se sumó el concepto familiar a las festividades. Los creyentes pueden decir que eso sale de la misma familia de Jesús, con María y José en el pesebre. Los que no creen, deben atribuir gran parte de la costumbre de esperar las doce de la noche al poema de Moore. Si bien él solo con su pluma le dio forma a un personaje que sigue dominando el imaginario de los niños del mundo entero, hubo otros dibujantes, entre los que se cuenta el famoso Norman Rockwell. A éste se le adjudica la invención de la obesidad y el traje rojo.
Sea cual sea la verdad, hay dos clases de inocencias que durante la Navidad se tornan más patentes y fuertes. La de los niños que esperan entre ansiosos y asustados lo que les traerá o no el buenote de Papá Noel y la del mundo cristiano, que también cree en algo que nadie puede asegurar a ciencia cierta que ocurrió. A unos los mueve el afán por obtener en lo material lo que desearon todo el año, a los otros, la fe. Fe en que, después de todo, vale la pena estar aquí, fe en que siempre habrá una esperanza. Fe en una luz que ilumina hasta el lugar más oscuro del alma más negra. Hasta los que no creemos, creemos en eso al menos durante esa noche. Noche fugaz, tan fugaz como la estrella que guió a los magos en el desierto, sin alumbrarlo todo, pero poniendo su destello ahí donde debía estar. En el corazón de todos los hombres. Colgada del cielo sigue siendo una señal inevitable, que nos vuelve a todos un poco niños, un poco más inocentes, un poco más lo que debimos ser siempre. Y si no creemos en la salvación eterna, a través de los ojos infantiles creemos en Papá Noel. Un ser fantástico, increíble, que no falta a la cita de cada 24 de diciembre, que nos trae a todos exactamente eso que quisimos siempre, el perfecto regalo, el presente que nos hace ver la vida de la mejor manera. Por eso, repetimos una vez más con el profesor Moore en los últimos versos de su poema fundador: “Feliz Navidad a todos y para todos, buenas noches”. Y se escucha el rumor de los renos deslizándose en el cielo…


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