Paysandú, Viernes 30 de Diciembre de 2016
Opinion | 28 Dic La expresidenta argentina, Cristina Fernández, fue procesada por asociación ilícita y se ordenó un embargo por 10.000 millones de pesos argentinos –unos 650 millones de dólares–, en el marco de la investigación por el direccionamiento de las obras públicas viales al grupo Astral, propiedad de Lázaro Báez, un contratista que durante la administración del matrimonio Kirchner tuvo un crecimiento patrimonial sideral.
Es el segundo procesamiento de la exmandataria, pero el primero que la involucra en una trama de corrupción a gran escala y por la cual, además de Báez, se encuentran procesados el exministro de Planificación, Julio De Vido, el exsecretario de Obras Públicas, José López, entre otros alto mandos con extrema cercanía a Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
Todos están imputados por el “delito de administración fraudulenta agravada por haberse cometido en perjuicio de una administración pública”, y en el caso de la expresidenta es un giro a su situación, tras abandonar el cargo en diciembre de 2015.
Este caso la involucra directamente en una fina trama de corrupción a escala, donde se desnudan el poder y el dinero con gruesa obscenidad para acceder a prebendas, por encima del Derecho. Es, además, una ocasión oportuna para demostrar que el sistema judicial sortea dificultades políticas que atraviesan incluso por la muerte en condiciones no aclaradas de un fiscal que investigaba a Fernández por otra causa.
Alberto Nisman apareció muerto en su apartamento horas antes de su presentación ante la Cámara de Diputados, donde iba a denunciarla por encubrimiento a los autores del atentado contra la AMIA, la mutual judío-argentina, y cuyo caso permanece oficialmente cerrado como suicidio.
El exacerbado populismo, la confrontación permanente y las declaraciones polémicas en habituales cadenas nacionales durante ocho años de mandato, fueron la marca registrada de una figura que emergió al gran escenario político junto a su esposo, tras la crisis de 2001 y que marcaron un estilo mediático para dirigir un país que venía de un profundo receso económico.
Bajo el discurso kirchnerista se habló de la década ganada, del círculo virtuoso de crecimiento económico y social, pero nada se hablaba del default de deuda soberana o cesación de pagos, bajo el auge del precio de los commodities que, por cierto, ya llegó a su fin. A este cóctel de fuego, se deberá agregar la cuota parte de los escándalos y acciones para desestabilizar al gobierno que asumió hace un año bajo la consabida frase: “vamos por todo” que repitió durante años de mandato.
Su autoritarismo, irrespeto y actitudes de subestimación hacia adversarios políticos o referentes en asuntos económicos, la ubicaron en un espiral sin retorno, donde la lealtad se jugaba al todo o nada y cuya bandera la llevaba la agrupación denominada “La Cámpora” que lideraba su hijo, Máximo Kirchner.
Ese carácter se forjó a la sombra de Kirchner y, una vez viuda, lidió con el trabajo que implicó el relacionamiento con los testaferros de su esposo, la CGT, empresarios, peronistas y servicios de inteligencia que le brindaban información sesgada. Es que una vez fuera del poder, saltaron a la palestra los negociados y el involucramiento de una familia que no estaba acostumbrada a rendir cuentas acerca del origen del patrimonio familiar, a pesar de que Fernández siempre declaró que fue “una abogada exitosa”.
Detrás del bótox, el lujo y las grandes marcas de moda, había mucho más para el juez Julián Ercolini, quien recibió abrumadoras pruebas que motivaron al procesamiento que la deja a un paso del juicio oral. Es que no había manera de explicar las razones por las cuales Báez se alzaba con el 78% de las licencias de obras públicas otorgadas en la provincia de Santa Cruz --donde nació Kirchner y fue gobernador-- durante los doce años de gobiernos kirchneristas. Los contratos sobrevalorados se ubicaban en torno a U$S 3.300 millones para obras que nunca se hicieron, pero que tenían un retorno al entorno presidencial.
Mientras que Fernández declaraba que era un “disparate” la acusación de asociación ilícita a un poder ejecutivo y denunciaba “una clara maniobra política, un hostigamiento mediático y una persecución judicial de aquellos dirigentes que pueden ser candidatos”, el dictamen de Ercolini se sumaba al procesamiento del juez Claudio Bonadio por un caso menor de venta de dólares a futuro, aprobada al final de su mandato y que determinó pérdidas millonarias. A esto se han sumado varias peregrinaciones por los tribunales para declarar en causas por presunto desvío de fondos y blanqueo de capitales, con denuncias de corrupción institucional que comenzaron a tomar color con este segundo procesamiento que se resuelve a pocos meses de las cruciales elecciones legislativas en octubre de 2017.
Además, la resolución de la justicia se dio a conocer tras la primera crisis en el gabinete del presidente Mauricio Macri, con el relevamiento del ministro de Hacienda Alfonso Prat-Gay. Más allá del costo político que enfrenta esta figura influyente, la nueva administración deberá lidiar con una economía herida por el despilfarro, el aumento excesivo de los subsidios y una fortuna que se amasaba sin dar explicaciones a nadie.
Las lesiones fueron provocadas por el enfrentamiento con los inversores extranjeros, con la implantación del férreo control a la compra de dólares por la ciudadanía que decantó en un floreciente mercado negro y el fin a la confianza en las políticas económicas del gobierno. Y fue tan sólida la conformación de esta asociación ilícita que, de acuerdo con el dictamen de Ercolini, “habría funcionado al menos, entre el 8 de mayo del año 2003 y el 9 de diciembre de 2015”, es decir, durante los doce años del período kirchnerista.
Ahora el peso recae en Fernández porque era la jefa del gobierno y la responsable política de lo que resolvía su ejecutivo, que aportó a una estructura de favoritismo y negociados que procuraron el lucro propio con un tráfico de influencias ilimitado por más de una década.
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