Paysandú, Martes 17 de Enero de 2017
Opinion | 15 Ene Obama se despide y alerta acerca del gobierno que lo sucede. “Hay que cuidar la democracia”, dice, “no dar por sentado que, por tenerla, puede durar siempre”. No es el único. Historiadores, analistas y politólogos han coincidido en las mismas palabras. Y no solo ahora. El alerta ha sonado muchas veces. Algunos lo dijeron antes que el nazismo subiera al poder. Otros, cuando triunfó la revolución en Cuba.
Ahora se acusa a Maduro de perjudicar la democracia. O a Temer en Brasil. El presidente de Filipinas –elegido legítimamente-- habla y en cada discurso se parece más a un dictador que a un político. Las economías de sus países son un subibaja de grandes momentos seguidos de crisis furibundas. Mientras son apoyados por millones de personas, también son millones las que los quieren fuera del gobierno lo más pronto posible.
El totalitarismo de algunos es defendido como una necesidad por sus adherentes. A los tropezones, alguno llegará a terminar el período que le toca y podrá ser reelegido o no. Porque a pesar de tales horrores, la democracia permite esas cosas.
Los hombres públicos que llegan a competir por el sillón presidencial o simplemente por alguno en la Cámara de Diputados o Senadores raramente son aquellos a los que se les pueden adjudicar virtudes sobre virtudes. Como si el roce humano y social a los que los empuja la política los fuera moldeando a su manera, el hombre dedicado a las labores propias de la democracia se nos presenta siempre imperfecto.
Si bien es cierto que hay votantes que se fanatizan y no ven a su candidato como un ser humano, sino como una especie de semidiós, tal cosa sucede en determinados períodos de la historia. No es lo mismo votar un candidato por primera vez como el hacerlo por segunda o --todo puede suceder-- tercera. Esa enorme empatía de la primera vez es algo parecido al enamoramiento de los seres humanos.
Muchas veces, la repetición es por inercia o simplemente porque es lo menos malo a lo que se puede acceder. No, no hablo del amor, sino de la política. Es que se confunden. La enorme masa de seguidores deja de ser tal cuando el candidato se repite. Se lo vuelve a votar, pero esta vez más por confianza que por cariño. Ya lo hemos conocido, lo hemos visto fallar, conocemos sus idas y vueltas. Una segunda luna de miel es casi imposible. Y en nuestro Uruguay, cualquiera que se dedique a lo que sea, debe demostrar su idoneidad a través de los años y las décadas.
Lo que sucedió con Donald Trump en Estados Unidos nunca hubiera pasado aquí. Ese voto pasional y enojado se da hasta en nuestra vecina Argentina, pero no aquí. Aquí estamos arropados por un racionalismo que nos lleva primero a ser cautos, segundo a ser cuidadosos y tercero a mirar muy bien antes de saltar. ¿Eso hace mejor a un país? No faltará quienes digan que sí. Y tampoco faltan los que no entiendan las cosas que pasan, tanto en los países que nos rodean como en los del primer mundo. “Falta de sentido cívico”, dirán unos. “Inmadurez republicana”, otros.
El problema es que los sistemas democráticos varían según los países a pesar de que estemos hablando, en todo caso, del mismo sistema político. Cuando a los griegos se les ocurrió aquello del consenso y dejaron de lado la idea del gobernante por mandato divino, seguro que no sospechaban lo revolucionario de su idea. O tal vez sí. Y a pesar de que tal sistema no solo ha tenido sus vaivenes, sino que ha sido totalmente olvidado en largos períodos de la historia, ha llegado hasta nuestros días como el único posible. Al menos para nuestras mentes laicas, republicanas y, por supuesto, gratuitas y obligatorias.
Dejemos que los totalitarismos los vivan otros, así sea por medio de la fuerza o de la legitimidad del voto. Aquí no hay lugar para ello. Tan firmemente tenemos arraigada la idea de la democracia que no nos convencería ningún cuento. Ni siquiera si llega alguien diciendo que, con otro sistema, podríamos ser más ricos, aunque menos libres. Es el típico caso de China, con el Producto Bruto Interno más alto del planeta, pero sin que la gente pueda elegir, un domingo cualquiera, a sus gobernantes. Millones de chinos se han enriquecido hasta niveles insospechados en muy pocos años. Pero por más tentadora que sea la situación, cuesta imaginarse a los uruguayos colocando en segundo, tercer o cuarto lugar la libertad de hacer esto o aquello, en pos de una riqueza a corto plazo. ¿Exageración? A ver quién se atreve a decir públicamente que si el gobierno es bueno en lo económico, no importa que se perpetúe en el poder.
“Entre la libertad y la igualdad, prefiero la igualdad”. Palabras de Fidel Castro. Con su mentalidad de otra época, por supuesto. O tal vez, simplemente, de otro lugar. Porque el gobierno que viene nos puede prometer el oro y el moro, pero que no nos toque la posibilidad de hacer y decir más o menos lo que se nos venga en gana, siempre y cuando no invadamos las cuatro baldosas que ocupa nuestro vecino, por supuesto.
Otra idea graciosa es la que esgrimen algunos que dicen que, de no ser el voto obligatorio, muchos no irían a votar. Nuevamente, eso pasa en países como Estados Unidos, aquí habría que ver qué ocurriría. Si no lo hacemos, después no podríamos decir que teníamos razón en elegir lo que elegimos cuando algo sale bien. O, lo que es peor, no podríamos quejarnos cuando ese que no elegimos mete la pata hasta la garganta. El derecho al pataleo también está incrustado profundamente en la conciencia democrática.
Lejos de los mandamases todopoderosos, los monarcas impolutos, los genios de la diplomacia o los revolucionarios que cantan la justa, seguimos prefiriendo los grandes defectos de nuestras clases políticas, de nuestro sistema democrático. Siempre perfectible y nunca perfecto. Como una obra constantemente inacabada a la que siempre hay que retocar, remozar, reconstruir. Que con cada gobierno parece reiniciarse, retomar fuerzas. En medio de todo, las mujeres y hombres que lo sostienen y que lo utilizan.
El ideal de que todo se haga de la mejor manera y con las mejores intenciones subsiste con el sistema mismo. Una fe republicana inquebrantable que atraviesa crisis, períodos de bonanza o terremotos sociales, propios y ajenos. Que nos presenten al mejor monarca del mundo, al iluminado que condujo a su país hacia la grandeza más encumbrada, a la élite de cracks que siempre la tuvieron tan clara. Nunca los preferiremos. Los dilemas de la democracia son los que nos han formado como país. Son, en definitiva, parte de nuestra más profunda identidad. Y con eso, no se juega.
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