Paysandú, Sábado 28 de Enero de 2017
Opinion | 21 Ene La asunción del presidente electo de Estados Unidos Donald Trump implica una apertura a un período inicial de incertidumbre respecto a las relaciones comerciales y políticas de la primera potencia mundial, habida cuenta del tenor de la campaña electoral desarrollada por el nuevo mandatario. A juicio de los observadores internacionales, la incertidumbre tiene más que ver con los rasgos personales y el estilo de Trump que con el margen de maniobra real y la capacidad de instrumentar los cambios que ha señalado como imprescindibles “make USA great again” (“Hacer a Estados Unidos grande de nuevo”), bajo el sello inocultable de medidas proteccionistas.
El flamante mandatario asume como el presidente más impopular en cuatro décadas, teniendo en cuenta que, pese a que ganó holgadamente en los votos de grandes electores, es decir de los estados en los que tuvo mayoría, perdió con Hillary Clinton en el voto popular. No es de extrañar que sus posturas radicales le hayan granjeado poca simpatía, sobre todo a escala mundial.
Sin embargo, la mayoría de los estadounidenses considera que será capaz de recuperar los empleos perdidos en las últimas décadas en las zonas más afectadas del país, porque las grandes compañías estadounidenses desde hace años han invertido en países donde la mano de obra y los impuestos les resultan menos gravosos y este factor ha contribuido para abaratar su producción y, como contrapartida, para perder en Estados Unidos los empleos que se contratan en el extranjero.
Una de las veladas amenazas de Trump hacia los empresarios, al fin de cuentas, fue determinante para que varias empresas de Estados Unidos descartaran continuar sus inversiones o montar nuevas fábricas en el extranjero y anunciaron, a su vez, inversiones en Estados Unidos.
De acuerdo con sondeos de las principales cadenas de televisión, el 61 por ciento de los estadounidenses cree que Trump será capaz de crear empleos bien remunerados en áreas muy afectadas por el desempleo y de traducir estos empleos en una mejora económica en su país.
Esta percepción contrasta con la imagen que tiene entre los ciudadanos, habida cuenta de que Trump tiene la mitad de la popularidad que tenía su antecesor Barack Obama cuando asumió el cargo y es menos popular que cualquier nuevo presidente estadounidense desde hace cuatro décadas.
Pero, una cosa es la popularidad y otra la capacidad para gobernar en un país donde hay un equilibrio de poderes, donde prácticamente nada transformador se puede hacer sin el visto bueno y controles del Congreso, dominado sí por el Partido Republicano, pero en el que hay resistencia a un cambio de pisada drástico en los lobbies tradicionales que rodean al poder en la nación norteamericana.
Sin dudas, el sesgo proteccionista y de encierro que preconiza Trump tiene mucho de populista, de la misma forma en que ganan terreno propuestos similares en Europa, donde crece la xenofobia ante la inmigración y los brotes de nacionalismo tropiezan con la preconizada globalización y apertura económica.
La presión, ya desde antes de asumir, de Donald Trump a las grandes compañías de su país para que dejen de invertir en el fronterizo México y otros países en busca de mano de obra barata y menores costos, puede surtir efectos visibles en el corto plazo, pero, aun así, es una incógnita cuáles pueden ser las consecuencias sobre la economía de Estados Unidos. Y es que los beneficios de un mayor empleo para sectores actualmente afectados, con consecuentes aranceles proteccionistas, chocan contra la posibilidad de consumo de productos importados más baratos, sobre todo los procedentes del gigante asiático China, que seguirá compitiendo con una industria estadounidense que se propone potenciar, pero que tendrá siempre mayores costos.
La experiencia indica que el proteccionismo --tenemos por acá cerca el ejemplo de Argentina durante los gobiernos K--, tras beneficios iniciales efímeros, causa más perjuicios que los que quiere evitar.
El problema, en realidad, no es solo de la primera potencia mundial, sino la proyección que estas políticas implicarían para sus socios comerciales en todas partes del mundo.
Y si bien un país no es una empresa, Trump sabe muy bien que la incertidumbre en los mercados mundiales y la imprevisibilidad no son buenas consejeras, cuando además se suman factores como la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea y la creciente influencia de Rusia desde el Este europeo hacia occidente. Porque si bien en primera instancia el gobierno de Putin aparece como aliado, hay intereses contrapuestos que indican que un idilio entre los dos países que protagonizaron, en su momento, la Guerra Fría, es de dudosa sustentabilidad.
Con una visión más parcial, desde el punto de vista de nuestro subcontinente, una evaluación a priori sobre las consecuencias de esta nueva era Trump es, por lo menos, temeraria, porque hay demasiadas incógnitas en la ecuación.
¿Cual es la receta para Uruguay? Pues no la hay específicamente para este caso. En este juego de cartas, la nación norteamericana y los países desarrollados, incluida China, son mano una vez distribuidas las cartas.
Pero sí hay posturas básicas a tener en cuenta: reducir vulnerabilidades para no quedar con flancos descubiertos ante los avatares a favor o en contra que puedan desatarse. Es decir, debe buscarse un equilibrio fiscal que no comprometa en exceso las cuentas del Estado, para poder contar con margen de maniobra, seguir promoviendo la inversión, apostar a la educación y a la infraestructura, a la logística, como elementos angulares que nos permitirán eventualmente superar atisbos de crisis. Y, en caso de ingresar en un período de condiciones favorables, estar en situación de potenciar los beneficios, cuando las oportunidades no abundan.
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