Paysandú, Jueves 16 de Marzo de 2017
Opinion | 10 Mar Las crónicas que informaron sobre la masiva movilización efectuada el 8 de marzo en Montevideo e Interior reflejaban la cantidad de participantes de todas las edades y orientación sexual que reclamaron, bajo la lectura de una proclama, por la igualdad de género, reducción de la brecha salarial y contra la violencia doméstica.
En la oportunidad, regía un paro parcial resuelto por el Pit Cnt entre las 16 y 21, además de un paro internacional de mujeres que se congregaban a través de colectivos feministas.
Uruguay se sumaba así a los 50 países que decidieron tomar la iniciativa en una jornada de celebración mundial de mujeres asalariadas y no asalariadas, autoconvocadas con el color negro o el violeta. La movilización denunció las altas cifras de feminicidios ocurridos en el país, donde se han confirmado seis casos desde comienzos del año, unas 25.000 denuncias por violencia doméstica al año y sin votos en el Parlamento para la ley de cuotas y la iniciativa que agrava las penas para la figura del feminicidio.
La Coordinadora de Feminismos sostiene que siete de cada 10 uruguayas sufre violencia de género, y en el último año, al menos una de cada cuatro (23%) sufrió agresiones de algún modo de su pareja. Las organizaciones sociales resaltan que las leyes de género --a estudio en el Parlamento-- están postergadas, en tanto subsiste la desigualdad salarial con respecto a los hombres y la escasa representación en los organismos de poder. Tampoco hay un acuerdo para la aprobación de la cuota política de los suplentes, contra el acoso en diversos ámbitos, la precarización laboral y el desempleo.
Si bien las movilizaciones ayudaron a poner nuevamente los temas en la agenda del gobierno, los convocantes hicieron hincapié en la masiva asistencia y movilización por las principales calles de las ciudades.
Ocurre que --ya no solo en Uruguay, sino en todo el planeta-- las naciones se encuentran en una coyuntura política y social que reclaman por nuevas conquistas, con la utilización de un lenguaje de alto impacto que llevó a un levantamiento masivo de mujeres, y la demostración al sistema capitalista que los abismos salariales son, en sí mismos, una demostración de la violencia.
Las organizaciones también reconocieron los avances en las comunidades y en las legislaciones, los servicios a disposición de las víctimas y la denuncia pública de un asunto que –no hace muchos años-- permanecía subyacente. Sin embargo, persiste la naturalización de hechos de violencia y la mentalidad patriarcal que rige conductas, profesiones e intereses, bajo el manto explicativo de que estamos inmersos en un proceso de transformaciones que no siempre es rápido porque involucra fuertes cambios culturales.
La pregunta es si el cambio implica la insistencia en la masividad de la concurrencia a una marcha o la transformación de un comportamiento que culpabiliza, revictimiza, naturaliza y renueva la posición tan uruguaya del “no te metás”.
Porque a partir de las masivas concurrencias debe venir de inmediato el compromiso que implique la denuncia de casos cercanos, en el barrio, en el aula o dentro de nuestra propia casa. De lo contrario, aportará nuevos elementos a una matriz discursiva y retórica, que utiliza argumentos poco convincentes.
Las marchas han servido para poner de manifiesto un flagelo de nuestra sociedad, que ubica a la violencia doméstica y de género por encima de otros delitos y sobre las agendas de los gobiernos nacionales y departamentales. Es decir que las marchas sirven si aportan al compromiso personal de los participantes y renuevan su mirada colectiva, antes que aislada.
Incluso aquellos que enarbolan la bandera del “proceso”, deberían explicar si ese mecanismo involucra a la educación y actuación ante la constatación de un hecho, o representan comportamientos aislados que en la vida diaria precisamente no abundan, pero son las mismas personas que después participan en las marchas.
Es que nadie cuenta con la capacidad suficiente para calibrar si a nuestra sociedad le falta mucho o poco en esta materia, pero solo analicemos un hecho que –aunque no pertenezca al asunto en cuestión-- ha sido el disparador de conductas ocurridas justamente el día después de los reclamos de tolerancia y respeto, a pesar de las diferencias.
La viuda del expresidente Jorge Batlle, Mercedes Menafra, reclamó al Banco de Previsión Social una pensión de $ 300.000 que finalmente el organismo denegó. El BPS entiende que el beneficio que recibe Menafra se da por la “representatividad” de la figura del expresidente, pero no por su viudez, en tanto cobra una prestación a tal efecto de $ 75.000. Igualmente Menafra puede apelar la decisión.
Las redes sociales y sitios de noticias por Internet cimentaron las protestas de aquellos que manifestaron su desacuerdo con el reclamo de la viuda, pero abundaron en adjetivaciones obscenas e insultos que desvirtuaron la tan mentada frase de “tolerancia en la diversidad”. Solo alcanzó con leer algunas opiniones para reconfirmar que las situaciones de violencia no se arreglan con eslóganes, frases hechas, colores en la ropa o masiva asistencia, en tanto el caso de Menafra no es aislado porque en los últimos días se han sumado otras situaciones que reportaron la violencia existente del otro lado de una pantalla.
Por eso, es así como relativizamos aún más el contenido de la marcha y nos quedamos solo con su “masividad” y “alegría”, sin reparar que los convencionalismos se encuentran a la orden del día y, de ninguna manera, son hechos aislados porque las verdaderas víctimas no estaban marchando.
Entonces nos abroquelamos detrás de las consignas y cada día inventamos una nueva que obtenga el mayor impacto publicitario, mientras vamos dejando que “otros” se encarguen de la educación necesaria que todos debemos ejercer puertas adentro, que es –sin dudas-- el lugar con mayor niveles de naturalización y perdón, por razones de comodidad social o económica, imagen de familia e intereses de diversos tipos.
Ya sabemos que la violencia no es un fenómeno nuevo, es inherente al comportamiento humano y no hace falta mirar los informativos ni leer un diario porque está allí, a la vuelta de la esquina.
El problema –el gran problema-- es reconocerse del otro lado y aceptar que no deseamos conformar un cuerpo de hipócritas que enarbolan banderas, pero cuando se enteran de un caso o lo soportan en sus propios cuerpos, deciden aguantar o mirar para otro lado.
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