Paysandú, Domingo 16 de Abril de 2017
Opinion | 12 Abr La octava película de Quentin Tarantino, denominada “Los ocho más odiados”, provocó una cerrada polémica a través de las redes sociales y la reacción de la Intendencia de Montevideo, sobre un café de Pocitos que tomó una frase del filme y la ubicó en un pizarrón sobre la vereda.
“No se admiten perros ni mexicanos”, dice el actor Samuel L. Jackson, en una trama ambientada luego de la Guerra Civil, en Wyoming, donde se encuentran en una diligencia un caza recompensas, una fugitiva y un verdugo que lleva a su prisionero a la horca, con un exsoldado negro y un renegado.
La lectura lineal de esa oración --que fue sacada de su contexto-- y el gusto del dueño del local por difundir el menú al estilo de las cantinas sureñas en Estados Unidos, resultaron un caldo de cultivo que demostró la pérdida del sentido metafórico, se instaló como materia de debate durante ese fin semana y se transformó en el síntoma de una sociedad que ha perdido la capacidad de pensar por sí misma.
Un tuit lapidario, con fotografía incluida, reclamaba contra el racismo y la xenofobia de los dueños del local, al tiempo que ameritó las reacciones de quienes leían el pizarrón ubicado en Bulevar España, pero sin moverse del lugar ni buscar mayores datos al respecto.
Es que las redes sociales o “redes morales” como le gusta llamarlas --con gran tino-- al personaje cómico de la radio montevideana, Darwin Desbocatti, presentan un escenario donde todo es reivindicativo y válido para polemizar desde el punto de vista moral, basados en prejuzgamientos donde lo absurdo se transforma en verdad absoluta sin derecho al pataleo.
Los juicios de valores se tornan en conductas soberbias y plagadas de adjetivaciones que rozan los límites del autoritarismo que tanto se combate y se aprovecha para recordar cuánto le costó a este país el retorno a la democracia. Todo eso en el tiempo que transcurre para escribir una respuesta o darle un “Me gusta”.
Han demostrado, incluso, cuán solos estamos, en tanto solo encontramos a través de una pantalla y la virtualidad que ella nos devuelve, la capacidad de conseguir “amigos”, o “alguien” con quien conversar o seguidores para compartir reflexiones. Allí --también-- aparecen los prejuicios que tanto se rechazan en una sociedad que se cree “transgresora” y “avanzada en derechos”, con la ironía que genera más violencia, o la defensa de ideologías y personajes al bajo costo de una discusión que terminará en alto tono, entre otras histerias colectivas que nos muestran la incapacidad de reflexionar y la rapidez para arengar. La discusión de boliche adquiere de esta forma un formidable platea, donde sobra la agresión adjetivada y prevalece la falta de sentido común, razonamiento y conocimiento.
Todo lo que antes se consultaba con los mayores o se buscaba en los viejos libros de la casa, o se concurría a una biblioteca, hoy se googlea y se comparte por las redes a una velocidad inusitada. Y allí da lo mismo que la respuesta venga de la Enciclopedia Británica que de la tan útil pero vidriosa Wikipedia, o que la información “100% veraz” haya sido dada por “buenadieta.com” porque los grandes medios “están sesgados”.
La Internet es nos ha facilitado el acceso a la información ante la vorágine de actividades; pero el mal uso realizado por algunos usuarios ha transformado en axiomas, algunos asuntos que se presentan como verdades a medias.
Es que cualquier cosa sirve para embanderarse o fotografiarse y con los dos dedos en V, compartir hasta el hartazgo y conseguir decenas o centenas de aprobaciones o retuits, bajo una forma casi caníbal de mostrarse políticamente correcto, porque eso está bueno en estos tiempos que corren. En las “redes morales” cualquiera es Mahatma Ghandi o la Madre Teresa de Calcuta, o está a la altura de Stephen Hawking aunque aún no entienda mucho la diferencia entre “hay”, “ahí” o “¡Ay!”
Y en medio de toda ese ruido virtual llegamos al extremo en que la Intendencia de Montevideo se presenta con sus inspectores para saber si el local “racista” cumple con las habilitaciones municipales --¡a raíz de un Twitter!-- en el marco de una denuncia presentada, y en alusión a su derecho a exigir el cumplimiento de la normativa nacional, con la ley antidiscriminación.
Es así que, al día siguiente, la frase del actor Samuel L. Jackson, dio paso al texto “acá no discriminamos a nadie”. Sin embargo, a esa hora, ya había trascendido fronteras y la Embajada de México en Uruguay, pidió explicaciones a la Cancillería, con el envío de una carta a la Dirección General de Protocolo, “en relación a la lamentable y deplorable actitud racista, discriminatoria y xenófoba ostentada por el café Coffee Shop”. Hasta Milton Romani, el exsecretario de la Junta Nacional de Drogas y exembajador uruguayo ante la OEA, pidió difundir la ubicación del “xenófobo” café, y recordó que se incurre en un delito por el cual se tipifican entre 6 y 20 meses de prisión.
En todo caso, también se puede analizar que los estadios de fútbol se encuentran bajo la normativa municipal y cualquier cántico contra el equipo contrario que contenga insinuaciones racistas o de diversidad sexual, sería materia de tipificación delictiva, al igual que los espectáculos carnavaleros que se presentan en el Teatro de Verano “Ramón Collazzo”. Solo resta interpretar que la frase inscripta en uno de nuestros emblemas de “Libertad o muerte”, si se escribiera en un pizarrón, se transformaría en apología del suicidio o la violencia, o también --¿por qué no?-- se intimaría a Ruben Rada porque su propia letra dice “toca che negro Rada”, y contiene comentarios peyorativos.
O sea, el cuestionamiento es básico: ¿por qué algunos referentes se atribuyen potestades punitivas que no poseen? ¿Y si se confirma la existencia de un delito de índole racial, por qué no efectúan las derivaciones a la justicia para que el procedimiento sea, al menos, el que corresponde? Porque en este estado de Derecho, hasta ahora, quienes imputan los delitos penales y su tipificación, con vista previa del Ministerio Público, son los jueces.
Este gran hermano colectivo y mal utilizado se ha transformado en una suerte de policía del pensamiento que nos llevará traerá consecuencias nada buenas tarde o temprano, porque no existen los términos medios y --obviamente-- afirmaremos que los malos están siempre del otro lado.
El punto es que la moral es diversa y cada uno la medirá de acuerdo a la ideología (de cualquier tipo) que profese y según de qué lado de la ley se encuentre. Por eso, el problema no es la herramienta sino quien la utiliza. El problema no es lo que estaba escrito en el pizarrón, sino la cabecita de quien lo malinterpreta, la amplifica y de quienes sin pensar demasiado --aún siendo un organismo oficial, como la Intendencia de Montevideo o la Embajada de México--, dan las cosas por cierto. Y eso hace daño.
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