Paysandú, Jueves 20 de Abril de 2017
Opinion | 16 Abr Para los cristianos de todo el mundo, es el Domingo de Resurrección o Vigilia Pascual, considerada tanto por la Iglesia Católica como por las numerosas comunidades evangélicas de todo el mundo como un nuevo aniversario del triunfo de Cristo, de Dios hecho hombre en la Tierra, la feliz conclusión del drama de la Pasión y la alegría inmensa que sigue al dolor.
Es decir, ingresamos en la culminación de la esencia de Semana Santa, que a la vez ha derivado en una celebración que en su variedad de formas trasciende o distorsiona la conmemoración religiosa para transformarse en un acontecimiento laico de esparcimiento, como la Semana de la Cerveza en Paysandú, por ejemplo.
Pero la ocasión en su origen es esencialmente religiosa: implica un mensaje de fe y esperanza para la Humanidad que no debe perder de vista en ninguna circunstancia, por más difíciles que sean las acontecimientos que se atraviesan, porque concluye en que tras el dolor y el desasosiego siempre aparece una luz de esperanza y la fe renovada en los valores de la Humanidad.
Decía el apóstol San Pablo que "aquel que ha resucitado a Jesucristo devolverá asimismo la vida a nuestros cuerpos mortales". No se puede comprender ni explicar la grandeza de las Pascuas cristianas sin evocar la Pascua Judía, que Israel festejaba, y que los judíos festejan todavía, como lo festejaron los hebreos hace tres mil años, la víspera de su partida de Egipto, por orden de Moisés. Jesús celebró la Pascua todos los años durante su vida terrena, según el ritual en vigor entre el pueblo de Dios, hasta el último año de su vida, en cuya Pascua tuvo efecto la cena y la institución de la Eucaristía.
Así Cristo, al celebrar la Pascua en la Cena, dio a la conmemoración tradicional de la liberación del pueblo judío un sentido nuevo y mucho más amplio. No es a un pueblo, una nación aislada a quien él libera, sino al mundo entero, al que prepara para el Reino de los Cielos. Es un mensaje que trasciende los tiempos, un ejemplo a seguir en lo que refiere a cristianos y judíos, musulmanes, budistas, ateos, en tanto seres humanos. La fiesta de Pascua es, ante todo, la representación del acontecimiento clave de la humanidad, la rehabilitación del hombre caído, la resurrección.
En suma, la lección que conlleva es que el hombre no debe perder jamás la esperanza en la victoria del bien sobre el mal, por más aciagos que sean los tiempos.
Es cierto, las cosas serían mucho mejor si todos profesáramos la fe, más allá de hipocresías, porque apunta a rescatar lo mejor de nosotros mismos. Pero, al fin de cuentas, estamos inmersos en una realidad que indica que si uno cree en Dios o no, si es católico, protestante, musulmán o si no profesa ninguna fe, hay valores que igualmente deben cultivarse y, en resumidas cuentas, tener en consideración al prójimo, tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen a nosotros y a los que amamos y ser solidarios en la medida en que desearíamos que lo sean con nosotros. Cada cual en paz con su conciencia.
Es fácil actuar de esta forma con los seres queridos, con los semejantes, con los de la misma raza o religión, pero el mundo es demasiado grande y ancho.
Por eso es oportuno asomar a los hechos históricos y religiosos cuando se conmemoran, para mirarlos en perspectiva. No siempre se puede estar de acuerdo con determinados acontecimientos como se nos presentan, tampoco con lo que significan, pero aún en el disenso, en legítimo desacuerdo, es posible superar líneas divisorias artificiales que nos hemos trazado nosotros mismos para tratar de entendernos y, sobre todo, ponernos en el lugar del otro.
Todos en algún momento quedamos solos, en la cruz de los caminos, ante una diversidad de circunstancias, aunque estemos rodeados, sean ellos extraños o seres queridos. En la soledad con la conciencia, con fe religiosa o sin ella, lo mejor es siempre optar por hacer lo que hay que hacer, aunque en el momento duela mucho más que hacer como si nada ocurriese. Buscando estar en paz con nosotros mismos, sin esperar que la contraparte lo haga.
Y lo que es válido para nosotros en tanto seres individuales, lo es también para la vida en comunidad, porque a todos nos irá mucho mejor, cualquiera sea el credo que profesemos. Lo mismo es válido para los gobernantes y quienes toman las decisiones por aquí o allá, muy lejos.
No tendríamos entonces los tambores de guerra que hoy suenan tan fuerte a miles de kilómetros o los atentados terroristas que un día sí y otro también provocan la pérdida de vidas inocentes. No es soñar con utopías. Es simplemente tratar de querernos un poco más y tomar el ejemplo de la Pascua, en toda circunstancia.
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