Paysandú, Sábado 06 de Mayo de 2017
Opinion | 05 May El tráfico de bienes culturales es uno de los delitos más graves a nivel mundial y se ubica solo por detrás de las armas y las drogas. Es un delito que ocurre no solamente en países destrozados por las guerras, donde distinto tipo de bienes patrimoniales y culturales son robados, distribuidos y vendidos, cuando no destruidos, en los países de la región, incluso el nuestro.
Como es sabido, la destrucción y el comercio ilícito de bienes culturales tienen un efecto devastador no solo en la integridad física de los objetos culturales, también en el patrimonio cultural de las naciones, ya que, habitualmente, este tipo de bienes está directamente vinculado con la cultura y la identidad del lugar donde se produjeron.
Cuando se habla de identidad cultural, se hace desde la perspectiva del individuo y su entorno en relación con el sentido de pertenencia a un grupo social con el que se comparten costumbres, valores y creencias, ya que la identidad se crea a través de lo colectivo e individual y se retroalimenta con la relación con el entorno. De esta manera, la identidad cultural remite a un conjunto de características que comprenden elementos materiales –entre ellos los bienes culturales-- y simbólicos y son compartidas por un grupo, que a la vez les permiten diferenciarse de otros por lo que resulta esencial para construir un proyecto social, tanto a nivel nacional como local, a la vez que aúnan y otorgan cohesión a una comunidad.
Durante las guerras, los bienes culturales, incluidos los monumentos, los museos, las bibliotecas, los archivos y los sitios religiosos, son vulnerables a la devastación y, de hecho, resultan generalmente devastados.
Los bombardeos y los saqueos constituyen amenazas potenciales que no solo afectan la integridad física de los objetos, sino los conocimientos científicos y culturales que puedan derivarse de ellos y sus aplicaciones futuras.
A modo de ejemplo, cabe señalar que durante la Guerra del Golfo de 1991, desaparecieron de Iraq 3.000 piezas antiguas de las que se tenía constancia. Se estima que muchos miles de objetos no inventariados se han sacado de yacimientos antiguos. Al mismo tiempo, el número de objetos en venta en Londres y Nueva York aumentó de forma notable.
Según información de la Unesco, el expolio del palacio de Senaquerib en Nínive está especialmente documentado: los ladrones rompieron los bajorrelieves para llevárselos más fácilmente. Durante las operaciones contra Saddam Hussein, aproximadamente 15.000 objetos del Museo de Bagdad fueron robados. Se recuperaron 7.000 de esos objetos: 2.000 en los Estados Unidos de América, 250 en Suiza, 100 en Italia, 2.000 se interceptaron en Jordania, y otros lo fueron en Beirut y Suiza mientras estaban en tránsito hacia Nueva York.
Lejos de estos ejemplos extremos, en países de convivencia pacífica como el nuestro, también ocurre la pérdida de bienes culturales, aunque tales efectos son mucho más sutiles y no siempre fáciles de identificar y gestionar.
No hace mucho tiempo, los países de América Latina y el Caribe manifestaron a la Unesco su preocupación por el saqueo, robo y tráfico ilícito de bienes culturales que sufre la región.
Es posible prevenir y reprimir porque existe normativa específica para esto: la Convención de 1954 sobre la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado y sus dos protocolos (de 1954 y 1999), la Convención de 1970 sobre las medidas que deben adoptarse para prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de bienes culturales.
En tanto, la Convención de 2001 sobre la protección del patrimonio cultural subacuático protege el patrimonio cultural de los Estados Parte en dichos instrumentos normativos de la Unesco y contribuye a preservar la historia cultural de las naciones afectadas. Recientemente, a partir de la recomendación de los ministerios de cultura del Mercado Común del Sur (Mercosur) y Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), Uruguay creó un comité de lucha contra el tráfico ilícito de bienes culturales y un mecanismo regulatorio para la prevención del hurto y el tráfico de los bienes culturales.
"Un bien cultural es un producto elaborado por los ciudadanos de cada país, se relaciona directamente con la identidad de toda la sociedad y debe estar acompañado de un proceso de registro, seguimiento y protección”, dijo la subsecretaria del Ministerio de Educación y Cultura, Edith Moraes, al informar de la iniciativa y de la intención de generar un mecanismo superador de la guía aduanera y convenir articulación de alertas de rápida activación, para recuperar los bienes hurtados y facilitar la circulación lícita del patrimonio de los pueblos.
Según las autoridades, Uruguay es un país de tránsito del tráfico ilícito de bienes culturales, especialmente en la época estival. También es un país donde hay bienes culturales que son destruidos o desaparecen –en Paysandú, lamentablemente, tenemos algunos claros ejemplos en los últimos años-- sin que luego ocurra gran cosa. Lo común es que, pasado el suceso, el tema se diluya y olvide con la consecuente pérdida del bien en cuestión, que generalmente es irrecuperable. En consecuencia, resulta importante avanzar rápidamente en la prevención del hurto y tráfico de bienes culturales. Y hay mucho por hacer.
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