Paysandú, Jueves 11 de Mayo de 2017
Opinion | 10 May El presidente Tabaré Vázquez dijo en su último Consejo de Ministros que “tenemos que trabajar fuerte en el tema educativo” y “tenemos que darles oportunidades a todos” para “rescatar a los jóvenes que dejaron de estudiar en secundaria. Hay que ir casa por casa para convencerlos que sigan estudiando”.
El mandatario hizo énfasis en la palabra “fuerte” y a pesar de los avances detallados durante su discurso, es consciente que existen promesas de campaña electoral por cumplirse y en este contexto, la “deserción” estudiantil le preocupa y se nota.
Una de las frases reiteradas en los últimos tiempos apunta a “cambiar el ADN de la educación”, junto a la promesa de lograr que para el año 2020, el 100% de los jóvenes hasta 17 años se encuentren en el sistema educativo y el 75% finalice la enseñanza media.
A tres años de ese período marcado, se vuelve innecesario resaltar que no habrá tiempo para cumplir con dicho objetivo, porque ni siquiera se tuvo en cuenta un “porcentaje ideal” que parezca –al menos-- serio en su cumplimiento, ante un panorama que permite un análisis desde varios puntos de vista.
El presidente propuso la promoción de “otras profesiones diferentes a las clásicas que siempre van a existir”, e integrar a docentes, estudiantes y las familias en el proceso reformador. En el entorno del mandatario extraoficialmente se anunció que se define un mecanismo que rompa el pasaje de Primaria a Secundaria y, además de las modificaciones estructurales, el Poder Ejecutivo plantea otorgar refuerzos presupuestales que lleguen a esa cifra “mágica” del 6% del Producto Bruto Interno. Sin embargo, a pesar de tratarse de otra promesa electoral, el equipo económico que lidera el ministro Danilo Astori, se maneja con cautela y los sindicatos docentes han advertido que avanzarán con sus movilizaciones.
No obstante, la realidad educativa uruguaya presenta los peores índices de egreso. Las estadísticas del Observatorio de Educación de ANEP señalan que en 2015 el 28,9% de las personas entre 18 y 20 años había terminado el Segundo Ciclo de Secundaria, y dicho porcentaje aumenta entre 21 y 23 años y de 24 a 29 años. Por otro lado, el 55,3% de los adolescentes entre 15 y 17 años finalizó el Primer Ciclo de Secundaria, con una tendencia creciente a medida que aumentan las edades.
Es decir que los porcentajes ideales no se obtendrá exclusivamente con la búsqueda “casa por casa” de ese segmento de población que, por alguna razón, se sintió excluido y abandonó el sistema, sino que la génesis de este problema tiene raíces bastante más profundas que los discursos que exigen resultados.
Vayamos al aula y observaremos que en una clase todos los estudiantes visten igual. Sin embargo, pocos se preguntarán qué hay debajo de cada uniforme o si las realidades personales y cognitivas llevaron a que un adolescente se posicionara frente a un docente de manera similar a otro de su misma edad. En conversaciones informales con algunos de ellos encontraremos que no es así y que su aprendizaje no gravita ante la fuerza de la presencia docente en clase, sino que cada uno captará el conocimiento de acuerdo con un proceso personal.
Ocurre que las nuevas generaciones trascienden por cambios constantes y continuos que el sistema educativo no logró aprehender, en tanto ahora sale a buscarlos pero sin cambiar otras estructuras que permanecen anquilosadas. Debemos recordar que existía la creencia –hasta no hace muchas décadas-- que la continuidad en Secundaria era “solo” para quienes escogieran una carrera y hoy la disyuntiva se encuentra en responder si verdaderamente sirve finalizar un bachillerato, o si un alumno se plantea que requiere “ese papelito” para comenzar su etapa laboral sin mayores dificultades. Algunos docentes, que se manifestaron conscientes de esta otra realidad, se cuestionan si las causas de esa “deserción” no habría que buscarlas dentro de la misma clase, donde se enseña por igual a quienes no aprenden por igual, porque no se alimentaron igual ni tienen una familia compuesta de igual forma que –incluso-- les brinde un afecto similar.
Y mientras miramos con detenimiento, encontramos que un centro educativo puede contener a docentes que, a su vez, aprendieron a enseñar de manera homogénea en un lugar que presenta una vasta heterogeneidad y que en ocasiones no se toma en cuenta para medir los resultados finales de un año lectivo. Por eso, mucho más que habilidades con sentido práctico, nos encontramos con adolescentes que reclaman el desarrollo del pensamiento crítico para lograr un discernimiento general que les permita avanzar hacia ese futuro laboral que hoy plantea una multiplicidad de propuestas. Es decir, el cultivo de ciudadanos más independientes en su pensamiento; ni más ni menos.
Más allá de la visión conservadora de nuestra educación, que sigue planteando una disyuntiva entre el “oficio o la profesión”, existe una generación que desea que lo que estudia le sirva “para algo” y no lo piensa desde un lugar de rebeldía, sino desde el descubrimiento de sus propios dones e intereses. Es decir la formación de la razón, antes que el conocimiento bajo un adoctrinamiento que los presiona a continuar, cuando en realidad la búsqueda personal sostiene una mayor fuente de riquezas.
Y las nuevas tecnologías pueden jugar un papel relevante en este sentido, pero con la adaptación a intereses propios que todos tienen durante la adolescencia, en tanto supone una etapa de creatividad y crítica constante que no suele tomarse en cuenta desde un punto de vista positivo.
Los estudiantes saben que un docente ya no es el único transmisor de conocimiento y que antes de llegar a sentarse en el banco de una clase debieron atravesar por innumerables variables que influyeron en su personalidad y proceso cognitivo; por eso cuestionan que lo que estudian hoy les pueda servir mañana, porque el futuro para un adolescente es simplemente un presente progresivo.
Si la “renovación pedagógica” --según la definición de algunos estudiosos-- provoca transformaciones en las aulas a nivel global, es justo identificar que a Uruguay aún no llegó, porque aquí el estudiante no es protagonista de su proceso de aprendizaje, sino de la visión que deambula entre la pesadumbre de haber abandonado sus estudios o el orgullo familiar de alcanzar un título a través de una carrera.
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